Desafíos inesperados


El alba llegó y con él, la mera sensación de ir volando hacia un claro despejado en cualquier parte. Fue una explosión de luces y colores, plasmadas en los cielos abiertos. Aristas desgarradas, enrolladas columnas, franjas que se diferenciaban unas de otras, y toda una gama de vivos centelleos que se adueñaban del firmamento, plasmaban el inicio de otro tiempo más.

El brillo dio en la arena, refractando unos arcoíris volubles y diáfanos que, en espiral, ascendían como vapores liberados de las profundas grutas de la tierra. Un sinónimo de que la naturaleza se encontraba viva, el mar y los ríos despiertos de vida, y otra buena mañana sin sombras siniestras, augurando una jornada más en los destinos de todo ser viviente.


En el grueso del ejército durtexiano, los sobrevivientes agradecían por estar vivos. Los mensajeros ya habían sido enviados hacia los reinos linderos que aguardaban la noticia y los informes de la expedición durtexiana.

Alyséth, de pie sobre una roca, contempló la escena del amanecer sobre el mar.

«¿Qué hacer? ¿Cuál es el deber primordial en todo esto? No he sufrido una pérdida de mis hermanas, ni el resentimiento arrastra mi alma. Tampoco estoy al borde de una crisis, y solo escucho el murmullo constante de los innumerables designios que hablan dentro de mí. Mi pensamiento es sólido como la amatista, y mi voluntad tan férrea como el anclaje de un navío Drakar. Sin embargo, en lo que considero un nuevo rumbo, no puedo exponer al peligro a más hombres. Esta avanzada los necesita, ¡a todos ellos! Por tanto, iré sola. Será lo mejor.»

Su escudo estaba enterrado en la arena, y su espada sobre su espalda. El carcaj de flechas en su lugar, y el arco en su mano. Su mente se hallaba fresca, sumergida en los recuerdos.

Fue entonces que, al girar sobre sus botas, los distinguió. Una docena de guerreros en la cercanía de los árboles. La mitad de ellos, veteranos de guerra, el resto, jóvenes voluntarios. Uno de ellos se adelantó, esgrimiendo respeto.

─Por favor, permítanos acompañarla –dijo, saludándola con reverencia.

Alyséth, al verlo lo recordó en la guardia junto a la entrada al salón del trono.

«Jóvenes e inexpertos», había pensado por ese entonces.

─ ¿Cómo te llamas? –preguntó con seriedad.

─Thareg, mi señora e iré donde vayas.

La muchacha no respondió. Dirigió su mirada a lo alto de una colina, donde Lanking la observaba. Las ruedas del presente giraban sin oponerse al tiempo o los cambios predestinados por la existencia.


─No te noto muy convencida con esta idea –dijo el general.

─Supongo que será difícil negarme, ¿cierto? –preguntó sin dejar de ver hacia el mar.

─No es únicamente por ti, sino por tu niña, y sabes tan bien como yo, que no puedes arriesgarte tú sola a llegar tan lejos.

La aludida emitió un gesto de desaprobación.

Un soldado se les acercó con un mapa.

─Ahí es donde encontrarás a tus hermanas –continuó el jefe de legiones, indicándole un punto en el mapa.

─Una cosa más general ─terció la joven comandante─. Debería hablar con su hijo, debe hacerlo antes de ser presentado a la corte, antes de que estalle la tormenta, de lo contrario, no habrá espacio para hacerlo.

El hombre asintió pensativo. Su carácter entorno a los requerimientos del reino lo obligaban a no mirar a su hijo como tal sino como un traidor y asesino. El rigor de la verdad que pesaba sobre sus hombros lo obligó a suspirar y a inclinar levemente su cabeza hacia adelante.

Cerca del mediodía, Alyséth junto al grupo seleccionado, partió de inmediato. No quiso arriesgarse a ser sorprendida por cualquier e incierta circunstancia que le impidiera llevar a cabo el rescate. Se dirigió, hacia el oeste. A las llanuras de Escandia, hacia una tierra insegura, llena de insurgentes. Ciudades de caravanas y mercaderes. Un comercio indiscutible, pero con tratos, en ocasiones, a costa de otros. El rodeo sería difícil, pero necesario. Evitaría con ello, encontrarse con alguna que otra coalición del sur.

Se detenían al atardecer para descansar los caballos, y por las noches acampaban unas horas. Fueron días de un incesante cabalgar. La tierra árida, peligrosa, poblada de serpientes y escorpiones formaba parte del desolador paisaje. Con extrema cautela, se movían evitando los grandes claros y todas aquellas áreas despejadas. El sol tomaba por los hombros a los jinetes, pero ninguno se quejó.

Cierto atardecer, al abrigo de un roquedal, desplegaron el respectivo campamento. Fue una noche misteriosa e intranquila. Habían escogido acampar sobre la ladera de una montaña, no en lo alto, sino a mitad de la misma, entre unas salientes rocosas.

La hoguera iluminaba las uniformes rocas, alejando las singulares tinieblas del entorno. Los guerreros permanecían en guardia, por turnos, y mientras unos dormían, otros sin poder conciliar el sueño, deambulaban en sus pensamientos, abstraídos en las estrellas, en el silencio, y en las penetrantes penumbras de la región.

Alyséth dormitaba con su mano sobre la empuñadura de su espada. Poco comió, no tenía hambre. Le ardían los ojos, solo quería dormir.

«Claro que dormiría mejor si mis sentidos no se agudizaran tanto por las noches.»

Su sensible oído, prestó debida atención el eco de varios rumores que se aproximaban, rumores que alertaba el instinto. Cómplices y al acecho. No abrió sus ojos. Permaneció quieta, indagando en los susurros de la noche.

«¿Serán amigos o enemigos?»

Ya despierta, dirigió una mirada al grupo de tres centinelas haciéndoles señas al azar. Ellos también se habían percatado de los extraños movimientos nocturnos, y con sigilo se movieron despertando a los demás. Desperezos y tanteos en la oscuridad se desprendieron de los taciturnos jinetes adormilados.

Ahora los pasos se detuvieron. Alyséth negó con la cabeza, al darse de cuenta de algo. Los sonidos no provenían de pasos de hombres, sino de pisadas de caballos. Y algo más, quizá un poco recurrente venía con la bruma nocturna. La muchacha creyó reconocer de que se trataba. Lo supo cuando percibió una inquietud en el ambiente, y al segundo se movilizó.

─ ¿Qué sucede? –inquirió uno de los guerreros con el semblante inquieto.

─Nada bueno para nosotros o quien tenga la mala suerte de pasar la noche por estos lugares. Solo hay un modo de saberlo.

Se desprendió de la capa, cogió su arco, envolvió con un trozo de tela una flecha, y la embebió en fuego. Enseguida, la arrojó a la oscuridad espectral.

El corazón se aceleró. Allí abajo, a unos cuantos metros de la base de la colina, un grupo de armados centauros, permanecían en la espera. Apáticos, con espadas aserradas, mástiles, mazos, y escudos de madera con bandas de acero. Una treintena conformaba el séquito de inesperados visitantes. La luna asomó detrás de unas montañas e iluminó el terreno en forma de arco.

Alyséth comprendió de que se trataba todo aquello, y supo lo que debía hacer.

─ ¿Qué haremos? –Inquirió alguien más.

─Nada, y pase lo que pase, nadie haga nada, tampoco extraigan la espada de su sitio.

─ ¿Cuál espada?

Se despojó de su arco y se arrodilló, desenvainó su estoque y lo hendió en una grieta sobre la roca.

─ ¡Esta espada!

Tomó su escudo, y con el pomo de su espada mediana golpeó a este con fuerzas. El sonido sacudió el silencio de la noche.

─ ¡Recojan unas antorchas cuatro de ustedes, y síganme, el resto permanezca alerta!

No hubo preguntas. Todos conocían que no habría respuestas. Descendieron con precaución, deteniéndose más abajo frente a los extraños visitantes, quienes, de cuerpos velludos y músculos fuertes, retrocedieron formando un círculo. Los hombres de Alyséth, se ubicaron dentro del mismo, aferrando las antorchas. Un centauro avanzó decidido. Un fuerte hedor húmedo y penetrante caló la nariz de la amazona, ésta asqueó con su boca, emitiendo entre dientes, un silbido de fastidio.

─ ¡Ranquel! –se presentó el desafiante querellante, con armadura de cuero y hierro que le cubría el torso y la espalda, un pesado yelmo del cual sobresalían dos cuernos a la altura de una y otra sien, una espesa barba entretejida de la cual pendían algunos zarcillos, y una capa de piel de oveja negra.

─ ¡Brisa Roja!

─ ¡Gusano de mujer, te llevaré como esclava y te montaré todas las noches!

─ ¡Bestia enorme y llena de piojos, apestas a cerdo cretino nauseabundo!

El desafío arrojado se elevó por a los aires junto al humo de las antorchas. El murmullo se extendió por entre los intrusos como la miel entre las abejas. La diáfana luz de las teas encendidas, arrancó deformes siluetas en la oscuridad.

Los combatientes se movieron de un lado a otro estudiándose. El enorme centauro medía cerca de dos metros. Dejó su espada y tomó un pesado mazo. Arrojó una carcajada maldiciendo el momento, y se adelantó a la joven guerrera. Quien, con un rápido movimiento, lanzó su espada a una de las patas delanteras de su contrincante.

Herido y vociferando insultos, la criatura trastabilló hacia atrás y se deshizo del puñal. La gritería se elevó. El corpulento líder de la horda, cubierto de cicatrices, y con músculos y tendones inflexibles, llevaba una armadura de tonos rojizos, presumiblemente de bronce, una ancha espada de doble filo a su espalda y un grueso manto de tonos grisáceos. Impertérrito, mantuvo la quietud en todo momento. Sostenía su yelmo de color negro, debajo de uno de sus brazos.

En lo alto, los soldados de Alyséth se hallaban también reunidos y expectantes a todo lo que ocurriera al pie de la montaña.

Alyséth, arrebató un mazo a uno de los allí reunidos con inusual rapidez e inmediatamente atacó con su escudo arriba para defenderse de un posible contragolpe. Y con el mazo golpeó abajo con severidad, una de las pernazas del ciclópeo agresor.

El centauro acusó el choque, y se encabritó con un potente alarido, listo para embestir a la amazona, lo cual hizo por supuesto. Alyséth, esquivó la arremetida y de nuevo golpeó, ahora a un lado del sucio y barbudo oponente, el impacto fue formidable. Los guerreros que acompañaban a su comandante y sujetaban las antorchas, sintieron los bufidos y los bramidos a sus espaldas.

El polvo se levantó con violencia. La imagen del combate pareció una caprichosa pintura recóndita, ideada por sueños llevados con temor e incertidumbre, en una noche lúgubre en la soledad de un desierto asolado.

Izquierda, ataque, derecha, esquiva. El escudo de la amazona se estremecía con cada impacto de su oponente, y mientras apretaba los dientes con cada golpe recibido, su cuerpo se violentaba ante cada acometida. Sus hombros adoloridos de la última batalla, comenzaron a resentirse en ese momento. A pesar de ello, se movía como un látigo, de un lado hacia otro, buscando una debilidad en su atacante.

«Si acaso la hubiera, infeliz malnacido.»

Las fibras tendinosas del centauro se henchían a causa del fragor de la pugna. Con alaridos de enojo, se retorcía de furia, y es que no podía concebir esa realidad con la que lidiaba. No soportaba el hecho de que una mujer lo estuviera movilizando de esa forma. Sombrío y agitado, aullando como un poseído, buscó terminarla.

Alyséth transpiraba copiosamente, sus feroces ojos relucían como ascuas. Sus músculos empujaban la piel y su terso rostro chispeó con avidez. Avanzó impresa en una solidez, irreductible. Con fuerza inaudita arreció sobre su enemigo. Golpe por golpe. Escudo por escudo y los mazazos que sacudían a la ya silenciosa noche avanzada.

El desafiante entonces, asumió la inutilidad del mazo, y lo abandonó impulsándolo hacia la amazona. El escudo de la doncella de guerra, crujió estremeciéndose con un potente ruido salvaje y seco. Los dientes de la sajona se enclavijaron con fuerzas al recibir el impacto que la llevó a retroceder varios pasos.

Desorganizado y bestialmente encolerizado, el centauro desenvaina su brutal espada, desatando un caos de gritos y filos sobre la muchacha, que retrocedió por la intempestiva acometida del bruto, sosteniendo su escudo sobre su cabeza y frenando al castigo propiciado de su gigantesco antagonista. Corrió hacia un lado, mirando hacia su tropa. Ellos entendieron el pedido, y alguien le arrojó una espada.

La sintió liviana, no tan pesada como la suya, la que hubo dejado en la grieta sobre la cima.

«Servirá de todos modos.»

Se movió suavemente con el acero, como si fuera una extensión de esta. El viento de la madrugada agitaba sus cabellos empapados de sudor, sangre y tierra.

Vez tras vez la bestia atacó. Toda rabia, todo filo. Pero la mujer era una muralla de bronce y acero.

─ ¿Cuánto más podrá soportar? ─se preguntaban sus guerreros. ¿Cuánto más?

Alyséth sangraba por cien heridas. Aun así, no retrocedía. Jamás rehuiría, obstinada y valiente, su figura se completó en la admiración de los soldados.

Con tremendos espadazos, vapuleó al curtido centauro, que retrocedía entre confusos e insultantes rugidos. Alyséth no le dio tregua. Continuó con sus ataques, y con un formidable esfuerzo hizo saltar en pedazos el escudo de su adversario.

«¡¿Cómo ha sido posible eso?!», pensó uno de sus lugartenientes.

«¿De qué material está hecha esta mujer?», sopesó otro.

Más allá, los centauros abrieron sus ojos a causa de la sorpresa. Unos gruñeron de enojo por el escaso proceder de su compañero frente a una hija de hombre. Solo el jefe mantuvo un semblante inexpresivo. Lo mantuvo todo el tiempo, como si contuviera en su espíritu la idea de que aquel encierro traería una admirable hazaña. Era lo que veía en esa hora, y entendió cual podría llegar a ser el resultado, al instante que presenció la ruptura del escudo de su subalterno.

Alyséth, con un precipitado movimiento, descargo terribles mandobles sobre las patas del inusitado enemigo, quien se revolcó herido en el suelo.

La joven aprovechó el hueco, saltó sobre él, y apoyó la afilada punta en el cuello de su discrepante adversario. Exhausta, volvió su rostro desencajado por el esfuerzo hacia al patriarca de la horda.

Un cuerno resonó y el inevitable suceso dio por terminado. Con sus ojos desorbitados entre maldiciones y forcejeos, el derrotado fue cargado por sus compañeros quienes lo increparon debido a su torpeza de dejar atropellar por una mujer. Pero él no los escuchaba, veía a su oponente con rabia y desprecio.

─ ¡Condenada mujer! ¡Esto no puede ser posible, ningún hombre me ha ganado antes, mucho menos una miserable hija de perros de dos patas!

De pie con su escudo maltrecho. Brisa esperaba. Inmutable, agitada.

El líder de los centauros se le acercó

─Eres valiente hija de los hombres, has ganado mi respeto. Tú y tus guerreros pueden seguir su marcha. Pero cuídate, la próxima vez tal vez no tengas tanta suerte.

─La próxima vez no me detendré.

─Ya lo veremos amazona. Ya lo veremos.

«Sueñas en grande perro bruto. No pienso acercarme nunca más a este territorio.»

El líder de los centauros se marchó perdiéndose entre la penumbra casi invisible, en las pálidas luces provenientes del alba.

La joven guerrera cayó de rodillas apoyándose sobre la espada y detuvo su atención en el escudo.

─Conseguir otro me resultará difícil ─murmuró─. Alethea se enfadará mucho cuando lo vea.

Los hombres de la cima, bajaron junto entre briosas exclamaciones. Enardecidos y exultantes.

Alyséth los recibió con seriedad. No quiso que la ayudaran. Y en una improvisada tienda, la muchacha se recluyó para sanar sus heridas y obtener un poco de descanso antes de proseguir.

Alrededor de una fogata los hombres reflexionaron acerca de lo ocurrido.

─ ¿Por qué no desea nuestra ayuda? –dijo uno de ellos.

─No permite que ningún hombre la toque –contestó otro de los veteranos embozándose en su capa─. Según he escuchado, un capitán de Denaxos la encontró cuando era apenas una niña, luchando sola contra los peregrinos del desierto en un paraje totalmente deshabitado. El jamás había conocido a alguien de su edad que se desenvolviera de esa forma con una espada. Se involucró en la reyerta. Golpe va, golpe viene. Peregrino más y peregrino menos. Ella al final lo derribó enojada. Le gritó que no era su pelea. Después no lo sé, las cosas se vuelven algo confusas. Lo último que se supo fue a ella dejando atrás Denaxos como una mala historia en su vida.

Dentro de la tienda, Alyséth meditaba oyendo la conversación de sus compañeros de armas.

«Duele recordar. Quema el alma, y el pasado tironea del presente. Los eventos se vuelven agrios aguijones que escarban el corazón.>>

Alyséth escuchó el relato, y su mente divagó hasta unos eventos lejanos que resonaban en sus pensamientos. Su vida nunca fue como el granito, por el contrario, en cada una de las etapas de su vida, aprendió a controlar sus emociones, y al mismo tiempo, a pasar desapercibida en medio de todos. Para ella ser ignorada era sinónimo de tranquilidad, y en su deseo abrazó la soledad, una soledad que fue interrumpida con el arribo de Lanking a su hogar.

En los primeros años de su andar por los grandes reinos, jamás fue necesario demostrarle nada a nadie, y mucho menos a quienes conocía. Hasta que la traición llegó. Y con respecto a esto, no había mucho para decir o tal vez sí.

Después de limpiar las heridas, ajustó el vendaje, mientras seguía percibiendo las apreciaciones de sus camaradas. Embebió con agua su turbante turco y se lo colocó en la cabeza.

Su memoria recordó los hechos. En ellos evocó a sus amigas, también a las familias que conocía. Historias y desazones. Caminos con encrucijadas que llevaban a alguna parte. Granjas y riegos. Buenos hombres que trabajaban la tierra. Buenas mujeres recostadas en sus lechos en compañía de sus hijos. Su hogar, sus padres, y a su reina. Los ojos se le humedecieron.

Los entrañables lazos que la ataban a los instantes de plena admiración fueron tal vez, lo que más recordaba. Los incansables correteos por esas interminables praderas. Los juegos de niña con su lanza. Su preparación para integrar las filas de las amazonas en su adolescencia, todo resultó más tarde, en un triste deambular.

No; ella no era de granito, y nunca se había sentido tan viva, como esos momentos lejanos y amorosos que compartió entre sus pares. Todos ellos destruidos junto con la llegada de una tormenta inexplicable, feroz e imbatible.

«¿Por qué siempre en ciertos momentos de la vida, hay tormentas? ¿Será acaso por lo tempestividad de nuestros caminos? De todos modos, ya no importa, a decir verdad, hastía buscar en el pasado. El gran Denaxos, inexpugnable y magnífico. Los reyes que me acogieron. La guardia donde forjé mi experiencia con la espada entre otras armas. Mis amigos. La condena cruel. El reproche, el resentimiento. Los hombres, las mujeres involucradas. El ganado perdido. El alma vertiendo sangre de conquista. La sed de venganza de los hombres de Almebar. El oso. La bestia encadenada. La pérdida de soldados, y el asedio al castillo Forgent. Todos inmiscuidos en una miserable refriega. Cómo odio todavía esa historia. Cómo pesa en mis recuerdos.»

Fijó su vista en la espada y esta le devolvió su reflejo.

«Mírate Alyséth… observa tu alma enajenada de dolor, manchada con la sangre de tu enemigo, exhibiendo tus heridas como huellas de un supuesto propósito, al que has decidido acudir sin ser invitada.»


─Solo era una niña cuando llegué al imponente Denaxos –comenzó a decir, mientras alzaba su voz, de modo que todos la escuchasen. Al instante, el silencio reinó entre los guerreros que se vieron unos a otros. La muchacha continuó mientras veía la hoja de su acero–. Los reyes me recibieron con afecto y comprensión. Pero antes de llegar a ese maravilloso lugar vivía en Almebar, una ciudad de grandeza, honor, y hogar de un centenar de amazonas, griegas y sajonas. A diferencia de otras naciones de amazonas, nosotros compartíamos nuestra vida con los hombres, pero ─honda estupidez─, en ese tiempo, era mal visto para muchos. Según parece, quebrantamos muchas tradiciones al vivir todos en un mismo sitio.

>>Había sido nuestra decisión. Nada más importaba para nosotros. Fuimos felices viviendo de esa forma tan equitativa para todos. ¡Yo era feliz! ─pausa─. Con mis dos hermanas, y mis tres hermanos, éramos una pirámide de juegos y travesuras. Soñábamos con gestas, e incorporarnos a las órdenes de nuestra amada reina y conocer el mundo… lo era todo para nosotros. ¡Oh, caballeros, si tan solo supieran lo dichosos que fuimos por aquel entonces!

>>Muchos buenos hombres habían abandonado sus posiciones y privilegios en otras regiones para tomar por esposa a las mujeres de Almebar, y ellas, no eran para nada feas, gordas o caprichosas como lo son algunas pretensiosas y a las que se suelen encontrarse en los banquetes de la nobleza de algunos reinos. ¡No! Mis amigas y hermanas, las definiría en esta singular expresión, era mujeres formidables de cuerpo y mente.

Descorrió la tela que se hallaba sobre la puerta de entrada de su tienda, y salió a la vulnerable luz de la mañana. Contempló el horizonte y prosiguió.

─En otro orden de cosas, he de decir que, nuestras líderes conocían que el mundo estaba cambiando y era necesario, vital para nuestra supervivencia, adaptarnos a ello. La reina tuvo su rey. Su historia fue un prodigio. Una ocasión. La esperanza para todos nosotros. Y precisamente, esto… fue lo que originó el descontento en otras naciones de amazonas.

>>Enviaron mercenarios, peregrinos a nuestra tierra, con el solo fin destruirnos. Fueron tiempos de guerra, de buitres que revoloteaban sobre nosotros. Tiempos difíciles y amargos. Maldiciones fueron arrojadas a las puertas de nuestra única herencia sobre la tierra. En fin, algunas amazonas exiliadas, resentidas, reunieron ejércitos malignos y perversos para invadir nuestra ciudad. En conclusión, en esa época marchita y estéril, la vida se perdió por montones.

>>Entonces, la prueba evidente que la idiotez y la maldad de los hombres no tiene límites. Irritados e indolentes, nuestros acosadores, en un intento por desacreditarnos frente a otros pueblos aliados, decidieron matar su ganado y asolar sus granjas. Con intrigas y mentiras se sembró nuestra culpabilidad y el engaño y la traición nos rodeó como fuego. A raíz de esto, fuimos sitiados en varias oportunidades. Todos nos veían como criaturas poco inteligentes, sin embargo, lográbamos romper su cerco y hacerlos retroceder. A pesar de todo…. el daño era cada vez más y más irreparable. Degradación, miseria. El suelo olía a azufre y fuego. ¿Qué mal habíamos hecho para que nos condenaran de ese modo? Nuestras mujeres, esas madres valientes con su clamor extinguido, vieron a sus niños que morían a causa del hambre y de la escasez, ¡y por ende…! Más tarde, ellas también lo hicieron ─apretó los puños y su rostro se ensombreció. Dio la espalda a sus oyentes que permanecían en el más abstraído mutismo, y continuó en tanto contemplaba el amanecer─. Ese marcado estigma impuesto en contra de nuestra voluntad, marcó el hilo de un desastre barbárico como nunca lo habíamos tenido. No pudimos soportarlo. Los insondables llantos de cientos cubrían las paredes, las calles, los techos y las murallas de la ciudad ─pausa─. Y lo peor de todo es que nadie vino en nuestro auxilio. Nadie. Estábamos por nuestra cuenta. Solos.

>>Los hombres, esposos y padres. Impotentes e imposibilitados, después de enterrar a sus amados seres, se quebraron por dentro. En sus ojos se vislumbró un vacío inerte, inverosímil, el amor y la bondad habían desaparecido. La sensibilidad se desprendió de sus cuerpos. El odio se convirtió en obsesión por la represalia. Los vi convertirse en lo que más aborrecían. Ellos que solo anhelaban iniciar una nueva vida. Ahora con sus corazones endurecidos, cerrados a toda piedad, buscarían la forma de vengarse.

>>Nuestra querida reina Ámbar, no resistiría por más tiempo. Por aquel entonces, su esposo, nuestro amado rey Gael, la obligó a retirarse. Una acción que todos entendimos, puesto que era crucial su supervivencia ─suspiró y continuó─. Solo unos pocos protegerían la aldea. Fue la última vez que vi a nuestra amada reina llorar con desesperación, y con una angustia que nos rompió el corazón ─pausa─ ¿Cuál había sido nuestro crimen?

>>Nuestros enemigos habían caído bajo. El cielo los maldijo. Quienes nos atacaron perdieron su hombría, su integridad. Y por eso, ellos mismo fueron emboscados por los centauros, pagando caro el precio por su endemoniado proceder. Pero los nuestros, organizaron un ejército, se proveyeron de armas y marcharon tras sus perseguidores llevados por la sed de venganza. Buenos hombres… buenos hombres, perdiendo de a poco su humanidad. Sus ojos se apagaron, los vi convertirse en unos guerreros aterradores de miedo y muerte.

>>Jamás pensé que el dolor, la agonía, pudieran desencadenar tales horrores. Mis compatriotas, lo arrasaban todo a su paso y, una a una, aquellas comunidades de amazonas, fueron cayendo entre el humo y la crueldad. Los abominables esbirros de los celos y la rivalidad que antes nos habían asediado, terminaban convirtiéndose ahora, en afligidos sobrevivientes que huían acosados por nuestros destrozados guerreros impresos en dolor. Pero; y como fue de esperarse, los miserables cobardes, solicitaron auxilio a Denaxos. ¡Condenados hipócritas, puercos carroñeros que lloraban como sarnosos perros lastimeros! ─ofuscada por el recuerdo, colocó sus manos en la cintura y suspiró con fuerzas─. En aquella época, nos convertimos en el enemigo. Nuestros residentes se refugiaron en el bosque de los grandes árboles, y una fracción del ejército los persiguió. Para esos hombres, fue el momento de ser resueltos, y de optar por decisiones agiles y violentas. Al igual que sombras, y en una de las vegetaciones linderas, el grupo de guerreros de Almebar, se ocultó en el paraje. Quizá muchos de ustedes lo conocen, ese sitio es territorio de osos, de osos muy grandes.

>>Pues bien, mis ensombrecidos amigos, idearon un plan durante la umbría iluminada solo por la luna. Con sus arcos y flechas, atacaron a varios oseznos produciéndoles heridas leves, lo cual desató un caos de alaridos haciendo pedazos el silencio. Entonces, fue el turno de herir a los más grandes, lo suficiente como para que los persiguieran. El viento estaba a su favor. Y con una frialdad a prueba de todo, condujeron a toda esa furiosa manada, hasta la misma escolta Denaxiana. Con notable habilidad, se desviaron en el camino y desaparecieron en la floresta sin dejar rastros. Los osos, por el contrario, prosiguieron directamente hasta la guarnición de los soldados.

>>Oh sí, los hombres de Almebar, se bautizaron en expertos y precisos animales de caza. Buenas personas convertidas ahora en mercenarios sin vida, sin deber ni esencia ─se detuvo ensimismada. Le costaba recordar─. ¡Los más grandes osos! Para los intrépidos guerreros de Denaxos, resultó ser una escena irreal y quimérica. Garras y espadas, fue una total masacre en todo sentido. Nolvan, el más diestro de todos los capitanes de avanzada, los combatió junto a sus hombres con todas sus fuerzas. Poco faltó para que se exterminaran unos a otros. Toda una tragedia inverosímil. Para los osos, esos nobles animales salvajes, empujados a una carnicería sin sentido, su día no hizo más que empeorar de forma brutal.

>Al final, las pocas bestias huyeron en compañía de sus crías. El resto de los soldados, los que no resultaron despedazados, partieron de inmediato, alejándose del lugar, en busca de un refugio en las ruinas de una fortaleza llamada Forgent. Sin embargo, el ardid provocado por nuestros amigos de Almebar, no había terminado. Se produjo un ataque con flechas incendiarias sobre el emplazamiento. Forgent fue sitiada y, en medio de una alucinante marea de fuego líquido, ardió todo un día. Después de eso, a nuestros hombres, se los tragó la tierra, y hasta el presente… no he sabido más de ellos. Tampoco quiero. Yo los vi sufrir, los vi siendo encadenados a un montón de hierros al rojo vivo en sus almas. Una desdichada prisión imposible.

>>El resto son puntos sin importancia, que ya no vienen al caso. Supongo que por acompañarme se merecen este relato. Un relato que me fue contado por uno de esos precipitados mercenarios. Un hombre que hoy… descansa sus días en una aldea al sur de aquí ─se volvió hacia ellos y los vio inexpresiva─. Estoy agradecida por su compañía. Pero no se equivoquen. No regresaré a Durtex. Recogeré a mi niña, y me largaré de esa región.


Por unos instantes nadie habló, cada palabra de la historia fue asimilada con el debido respeto. Enseguida uno de los veteranos, dijo con gravedad:

─Cabalgaremos contigo Alyséth, indistintamente de lo que ocurra después.

Ella los observó. No había nada más que decir, y tras finalizar los preparativos, el viaje se reanudó.

─A pocas millas de aquí, se encuentra una aldea de pescadores ─dijo Alyséth─, y más adelante, la ciudad de mercaderes donde existe la posibilidad de que se encuentren mis hermanas. En la aldea terminaré de curar mis heridas.

Después de dos días y medio de marcha ligera entre roquedales y bosquecillos, descansando solo lo necesario, el grupo necesitaba hacer una parada.

A lo lejos, el camino se adentraba en una estrecha bifurcación empotrada sobre un sendero montañés, como parte de una gruesa cordillera que separaba al inhóspito páramo de la siguiente región.

Al llegar al recodo, se divisó todo el entorno rocoso. Abajo, sobre una ladera, se visualizó junto a una ciénaga, una cascada semejante a un gran salto, y un poco más allá, un frondoso bosque.

─De acuerdo caballeros, este es un buen lugar para descansar –señaló Alyséth. Los comentarios de sosiego le hicieron eco.

Los fecundos y lozanos lares, conformados sobre una demarcación agreste y templada, los recibió envuelto en una variada diversidad. La región que se presentaba delante de ellos, se desataba totalmente del desierto, algo que agradó al contingente de exploradores puesto que esperaban encontrarse con algo así. Toda una franja de tierra que invitaba al retraimiento. No podía existir un mejor lugar.

A través de la arboleda no muy densa, se filtraban los rayos del sol, los cuales producían luminosos claros en medio de las profundidades de la región frondosa que emergían entre los huecos de la arboleda. Además, unos enormes arbustos, abundantes y con un verde fuerte, se extendían como moradas de mariposas entre otros insectos. Las adustas palmeras y una guía de pequeños arroyos, brindaban un peculiar aspecto de frescura.

El nuevo campamento se levantó cerca de unos árboles junto a un lago cristalino. Echaron suerte para ver cuáles serían los primeros en ir al agua y quienes harían guardia. Después, las zambullidas en grupos de cuatro, fue el comienzo del relajado esparcimiento.

Unos metros más adelante, de espaldas al bullicio y sentada sobre un tronco con los pies jugando en el agua, Alyséth, veía la simultaneidad de sus desplazamientos. Revisó luego sus vendajes. Recogió hierbas y cubrió sus heridas.

«Mi pequeña, ¿qué harás en estos momentos?», pensó y bajó la vista hasta la superficie del lago. Salió del agua, apoyó los pies en el tronco y los rodeó con sus brazos. Su mirada se perdió más allá.

«¿Qué habrá más allá? ¿Qué nos esperará más adelante? Si por mi fuese, cabalgaría el día completo… tal es mi ansiedad.»


La abundante vegetación invitaba a estarse quieto, a no moverse, y sin que nadie lo notara, algo se adentraba en la voluntad de todos, aconsejando la inmovilidad, sumergiéndolos en una densa somnolencia. El suelo cubierto de follajes y gramilla de forma imperceptible, invisible diría, extraía las fuerzas de los viajeros sin que ellos se dieran cuenta. Una sobrenatural fuerza buscaba retenerlos, envolviendo sus conciencias en una densa bruma silenciosa.

Los húmedos tallos, los brillantes frutos. El rocío de las hojas bailarinas de los frutales. La tensa opacidad de los durmientes robles y la rudimentaria paz que se extendía por toda la zona, arrancaba del ánimo de los hombres, el afán de salir de ahí, de abandonar aquel venturoso territorio.

Las miradas de los soldados comenzaron a variar de expresión. No había inquietud, tampoco prisa. Todo se hallaba tan distendido, tan arreglado, como si la dichosa ocasión hubiera estado esperando por ellos.

Los árboles se mecían de manera extraña por algún tipo de corriente misteriosa. No se escuchaba el ulular del viento entre las ramas que, hasta hace poco, soplaba invariable y despejado; solo los inciertos murmullos entre las ramas, entre las hojas y por encima de las copas, se manifestaba en un secreto minuto a deshora. Y todo se presentaba exquisito, gentil y ameno, como la vida misma solía hacerlo en ocasiones, a la vereda de los caminos, sobre los ápices de los distraídos pensamientos de algún que otro viajero errante.

El vacilar se adueñó de las mentes de los guerreros. Los centinelas recostados sobre las hierbas, percibían ─fuera de su control─, los cambios en el entorno, cambios fuera de lo normal, regulares, y repentinamente todo, comenzó a oscurecerse.

─Extraño ─expresó Alyséth percibiendo un escozor en sus instintos─, todavía no ha pasado del mediodía y los pájaros han dejado de cantar, hasta los insectos se han ido, ni uno de ellos ha quedado.

Dirigió su atención a los adormilados jinetes

─Este sitio es adorable –dijo uno de ellos, con sus manos por detrás de la cabeza, en evidencia embriagado por el súbito sopor.

─Maravilloso –dijo otro, cerrando sus parpados, al tiempo que bostezaba.

─Incontenible –mencionó el siguiente, sentado sobre la base de un fornido olmo.

Poco a poco la inmovilidad fue tomando posesión de los guerreros. Tanto ellos como sus monturas, se veían impresos en un profundo sueño. El ritmo de la existencia menguó, hasta que un pesado sosiego se desmoronó sobre las mentes de los allí congregados. Alyséth los vio fijamente, con ambas manos en la cintura. El instinto sutil en la joven comandante, ganó partida en el asunto. Una amenazante sombra espesa comenzó a filtrarse en el lugar. Elevó su atención hacia arriba, e inquirió entre los detalles y los contornos de la floresta.

«Nada, no consigo ver nada. Todo se cierra y oscurece. ¿Qué rayos está pasando?»

Con sus sentidos alertas, inspeccionó todo lo que la rodeaba. Nirman echado sobre la tierra como los demás caballos, se veía apacible, taciturno.

“Me siento mareado, ama, no sé si es el lugar, pero quedémonos un rato más.”

Alyséth, caminó concentrada en una ardua inspección, observando que el aire estaba enrarecido, y una invisible neblina sofocaba los sentidos de los humanos, silenciando los movimientos de la creación. Y fue en ese desandar que tropezó con algunas misteriosas raíces.

«Ese extraño olor a… almizcle, azufre, ¿Qué es lo que está ocurriendo?»

Se inclinó en cuclillas hasta tocar el suelo con la mano. Amplió su mirada hacia el difícil y desconcertante ambiente. Su visión se eclipsó por unos breves instantes. ¡Qué destrozada analogía le pareció entonces lo que veía en esos momentos! Por primera vez en todo el viaje, por primera vez en ese apartado territorio, apremiada por los sucesos acaecidos en su camino, perpleja por la oscura revelación, impresa en cansancio, sin saber lo que debía hacer, y, sin embargo, entregada a cumplir con su cometido a toda costa. Se obligó a actuar de la manera que fuese necesario.

Como al descuido, acarició con delicadeza, un demacrado no─me─olvides, su mano pareció adormecerse. Notó algo extraño allá abajo, un marcado e imperceptible rumor que recorría el siniestro páramo. Caminó entonces, hacia una raíz que sobresalía del suelo y la tocó. Para su asombro, esta se sacudió con ligereza. Al retirar su mano, observó una sabia glutinosa, brillante y transparente en el extremo de los dedos. Se incorporó alterada. Sabía muy bien que no debía detenerse para lograr entender en detalle lo que allí ocurría, y tanto mejor así, pues no disponía del tiempo ni el humor para arrojarse desentrañar ese pesado misterio sobrevenido de repente.

«¡Debemos salir rápidamente de aquí!»

Se dirigió hasta su montura, tomó una tea. Se acercó al moribundo grupo de guerreros vencidos por la venenosa cordialidad del momento. Encendió la antorcha para ver mejor dado que el fenómeno aletargaba la zona impregnándola de tinieblas. Y en esa lúgubre tenebrosidad, el entorno parecía haber entrado en un secreto trance, encubriendo los alrededores, desde los árboles, ramas, hojas, hasta las flores, aunque pálidas, sin brillo, ni color, en un peligroso desvanecimiento. La húmeda y tiránica naturaleza, prorrumpió acechante, avivada en un brusco y desgarrado oscurantismo.

Siluetas renegridas se deslizaban como serpientes sobre el suelo. El lugar se tornó abandonado. La joven empuñó su espada, y las figuras asumieron unas apariencias monstruosas, sin ojos, ni boca, con grotescas extremidades sin forma alguna, que se transformaron, en unas escalofriantes murallas inaccesibles.

Bocanadas de polen hinchaban el aire, convirtiéndolo en un penetrante perfume, que se arremolinaba sobre su cabeza, similar a una pegajosa llovizna que lo impregnaba todo. Su cuerpo se sintió ligero, muy ligero. Eso no le agradó.

─ ¿Qué significa toda esta opresiva porquería? ─exclamó.

Tropezó y cayó. Luchó con la demacrada situación hasta que pudo incorporarse. Imprevistamente un agresivo azote que sobrevino a su conciencia, la envió de bruces al suelo. Con dificultad, emitiendo leves gemidos, logró incorporarse, sintiéndose abatida. Cogió el pañuelo de su cuello, y a modo de mordaza, se cubrió la boca y la nariz.

Lamentos de seres no inmaculados y continuos cuchicheos en el bosquecillo, germinaban en un peligroso despertar. Alyséth empuñó a su espada y giró de un lado hacia otro con intenciones de establecer su situación. Escuchó exasperantes murmullos como de voces, que resonaban en sus oídos. Sintió que una ola de presagios influyentes abrazaba el espíritu del lugar.

Comprobó que todo el asunto se transformaba en una tétrica alteración que destrozaba la esencia de lo ordinario. Gruesas cadenas de un tono negruzco que surgían de abajo de las siniestras figuras, aprisionaban a los incautos guerreros, sujetándolos de sus cuellos, manos y pies. Después, a través de un soberbio impulso, los adosaba bruscamente contra los enormes árboles. Las monturas también fueron arrastradas con rudeza a través del suelo hasta la arboleda, donde permanecieron inmovilizadas.

Alyséth, cerró los ojos, e intentó concentrarse para solo ver el vacío de sus emociones. Relajó sus latidos. El vapor era intenso, insoportable. Se sintió desfallecer sumida en el borde de la nada. No podía respirar. A raíz de eso, de nuevo cayó a tierra. La antorcha chisporroteó. Un silbido agudo horadó sus oídos. Helechos provistos de un recio olor, fueron por su cuello, halándola hacia un burbujeante charco oscuro y febril. No lo permitió, y de un tirón se deshizo de ellos.

─ ¡Vamos mujer, levántate de una condenada vez! ─se ordenó a sí misma.

Tomó el madero encendido, y con un arrojado ímpetu se movió hacia las siniestras figuras que sujetaban a Nirman. Golpeó con su estoque, pero fue inútil, otra vez, y nada, absolutamente nada. Intentó con la antorcha, y entonces, la despreciable atadura, se sacudió herida. Sin pensarlo, aferró el pote de aceite que colgaba de un lado de Nirman, bañó a su espada con el contenido, frotó luego la antorcha sobre el filo, y el fuego pareció brotar del pulido acero sajón. De un espadazo golpeó las enredaderas, y para su asombro, las cadenas estallaron con abultadas grietas, por donde brotaba a borbotones, una viscosa y humeante savia negra. Nirman se enderezó tambaleante. La joven sajona continuó con los inmóviles soldados, quienes caían pesadamente a la corrompida tierra con sus sentidos ateridos y totalmente desorientados. Titubeantes, miraban a la muchacha como si se tratase de una aparición. Aguijoneada por una implacable necesidad de salir de ese hostigado paraje, los despabiló a puntapiés.

─ ¡Despierten guerreros! ¡Arriba, carajo! ¡Vamos! ¡Muévanse!

Los gritos de sorpresa, y de dolor a causa de los golpes propinados por la astuta amazona, recorrieron la zona. Hostigada por el acuciante instante, se enojó con ella misma debido al dilema en el que se encontraba. Se recriminó por haberse descuidado, por haberse dejado engañar como si fuese una novata, una cría sin experiencias.

Empapó las armas de todos, y el fuego afloró en el afilado acero. A continuación, el suelo se sacudió, y de los árboles, un grupo de guerreros formidables y nebulosos emergió desafiante. Todos ellos, parte espectrales, parte ferocidad. Desdichados atrapados de otros tiempos, para quienes no hubo salida ni salvación. Hoy mudos testigos de una aberrante maldición, que los atascaba en una siniestra eternidad sin fin, en extremo peligrosos.

El ejército que se movía a través de las copas de los árboles, avanzó con un sonido herético adosado al eje de un viento que soplaba de un modo recio. Alyséth no le importó saber de qué estaba hecha aquella espectral masa que venía hacia ella, solo veía enemigos, y su espada los trató como a tales. Los combatió sin tregua, hendiendo las tinieblas circundantes con su acero.

El grupo de somnolientos durtexianos, avanzó sin entender, sin preguntar, resentidos por el desconcierto, vacilantes, resoplando como búfalos, contra la infame tenebrosidad que, con sus feos y asquerosos dientes, buscaba inyectar en ellos la fatídica ponzoña. Los enemigos de los hombres, y de todo ser vivo, se movían empujados por la fuerza de la nefasta naturaleza que había consumido prácticamente toda la zona.

Alyséth, convirtió cada ataque en un contraataque. El preciado aire se escapó de sus agotados pulmones. Y la exigencia, una vez más, la condujo al límite.

Sus hombres se adelantaban llevados por su empuje. Algunos reían ante la severidad del momento. Sin temor, valientes hasta la imprudencia e inestables a causa de los mareos, se precipitaban a lo desconocido, urgidos por la fatalidad del ahora.

Hercúleas masas de vapor enrarecido extraían todo el oxígeno circundante. Y con cada abordaje, el enemigo sacudía las espadas de los enardecidos contingentes, convirtiendo sus esfuerzos, en inútiles colisiones cuyo estrepitar, conmovía a los arrojados exploradores.

Sin embargo, Alyséth, inmersa en el control de sus instintos y de la situación, logró descifrar lo que sucedía durante los embates. Ella advirtió que un singular efecto de repulsa se producía en sus adversarios, como si tropezara contra un grueso junco que asimilaba sus arremetidas. Enseguida, reparó en el cambio de balance en el grupo.

«¡Piensa mujer, piensa! ¡Debe existir una manera! Debe existir una fuente. Debemos encontrar su punto débil.»

Cambió la dirección de sus ataques, y enterró su espada en uno de los tiesos árboles. Las hojas incendiaron los aires. La visión de los guerreros fantasmales se contrajo con violencia, como si fuesen víboras que estuvieran siendo calcinadas.

─ ¡Eso es! –exclamó ─ ¡Los árboles! ¡Quémenlos! ¡Quémenlos a todos!

Y en tanto, el arremolinado polen, se consumía entre mareas de cenizas llevadas por el viento de las poderosas llamaradas, las agudas franjas de despojos se precipitaban con violencia hacia su extinción. Las gruesas ramas se marchitaban como madera seca, produciendo un raro sonido al resquebrajarse como si hubiesen estado expuestas a un largo periodo de sequía en el desierto. El incendio comenzó a esparcirse por el lugar.

Los guerreros combatían como en un sueño, dejando detrás de sí, una neblina envuelta de manchas grises. Combatían por instinto. Golpeaban. Tropezaban y caían. Algunos se apoyaban sobre otros, restregándose los ojos, malhumorados, aturdidos y con sus gargantas secas, de un flanco hacia otro, ordenándoles a sus cuerpos a no rendirse.

Las heridas florecían frente al salvajismo que los golpeaba con espasmos de una violencia inaudita.

─ ¡Vamos hombres de Durtex! –arengó Alyséth─ ¡Muévanse!

Los brazos pesaban como el hierro. Los hombros se sentían cada vez más adoloridos.

«No podré aguantar por más tiempo.»

Entre calor agobiante y el asfixiante humo, lograron abrirse paso. Fue tiempo de escapar de aquel insospechado infierno.

Recogieron sus cosas, las armas, todo, y con rapidez partieron del funesto atolladero. Ya lejos del alcance del pérfido emplazamiento y del siniestro que se levantaba como un titán herido en las sombras, observándose unos a otros, con una mirada cristalizada de alivio, sin palabras, y cuestionándose acerca de los enigmáticos hechos acaecidos, los atribulados soldados, llenos de tizne, tierra, y restos de raíces, contemplaron a su líder de armas con la intención de preguntarle acerca de lo sucedido. Pero sería innecesario.

─ ¡No diré nada, estoy molesta, me siento contaminada con miseria y restos de vaya uno a saber qué! ¡Y al que me interrogue, lo devolveré a golpes a ese endemoniado paraje!

Todos tomaron debida precaución al pedido poco glamoroso de su comandante. La tenaz amazona olió el humo de sus ropas, y se sintió fatigada, sucia.

«No me desviaré hacia la aldea cabalgaré directamente hasta la ciudad, estoy cansada de tantos contratiempos.»

Atrás, los crestones del desastre embravecían el día. Los hombres azorados, confundidos, pero felices de haber roto esa oscura barrera, avanzaban decididos junto a su líder que observaba el camino con un semblante inexpresivo.

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Alyséth Kay @Uzhameir

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