Gudwint
Temprano al día siguiente. La intensa llovizna golpeó la mañana, y el viento obligó a todos a cubrirse. La joven mensajera observaba su espada recostada contra la pared de madera. Con movimientos pausados dio comenzó a su preparación; ajustó las correas de sus muñecas y los avambrazos. Niveló las trabas de su escudo, acondicionó el arco, y después de inspeccionar todas sus flechas, las ubicó en su carcaj de cuero. Y desde un primer momento, fue consciente que no eran suficiente, por lo que trajo otras fundas acordonadas en su montura, una aljaba en cada lado de su silla de montar.
Calzó sus botas fijando las correas, y los estuches que portaban sus dagas. Acomodó enseguida sobre el heno, la armadura y el casco con el resto de sus pertenencias.
Giró sobre sí misma, mientras Nirman la veía curioso.
“Luces letal como siempre, mi ama, pero aún no escucho el entrechocar de escudos, comeré un poco más si no te molesta, también creo que vienen por ti”
─La requieren en el castillo mi señora ─oyó a Khamiel del otro lado del cortinado.
─No soy tu comandante, apenas una mensajera –replicó
─Siempre lo serás.
─No me provoques, Khamiel.
─Nunca en mi vida lo haría.
Alyséth, colocó las manos en la cintura y levantó la cabeza suspirando, consciente de lo que, para muchos, ella representaba.
El viento silbaba protestante, errático, malhumorado. Sus ráfagas provocaron remolinos de lluvia que molestaban a los moradores de la región. En ningún rincón de las afueras se estaba a salvo del constante aguacero. Y en este clima reinante, Alyséth, asomó su rostro, percatándose en ese preciso minuto, del insólito día húmedo que la aguardaba. Se encaperuzó y, tras una ligera indecisión, salió.
La llovizna descendía y se remontaba a causa del viento imperante, produciendo en ese enloquecido devenir, un movimiento de vaivén. Alyséth echó una mirada hacia los edificios y las enormes murallas de la fortaleza que otrora pisaran sus botas. Recordó sus años junto a sus hermanas, con la memoria impregnada de tristeza. Sus ojos se posaron sobre las torres y los pasos de ronda. Los estandartes se sacudían violentados por el viento. Negó con la cabeza y se esforzó por sobreponerse a los amargos pensamientos. Desvió su vista hacia el patio, y en ese momento, varios niños detuvieron sus correrías y la rodearon.
─ ¡Deberían resguardarse del clima! ─exclamó, con cariño. Puso su atención en el suelo y arrugó el entrecejo.
«El lodo ─pensó─, el lodo, fiero acompañante en un combate, lo hostiga todo, te esfuerza, agota y provoca caídas, resbalones peligrosos en el campo. Por suerte todavía es verano o las gélidas temperaturas habrían empeorado el panorama.»
Equilibrando sus emociones, avanzó hacia el castillo. Más adelante, reparó en los escalones, cubiertos de mohos y helechos. El corredor rodeado de columnas, y a los guardias con su solemne gallardía, vistiendo del mismo modo que los centinelas de la aldea: armadura negra y roja con el emblema de un águila. Sus capas de cuero, y la lanza con el pequeño estandarte por debajo de la punta de acero.
«Jóvenes que no han visto la desgracia de una guerra, o puede que sí, y solo estoy hablando de puro cuento.»
Las grandes puertas, se abrieron, y el salón real surgió con un vendaval de recuerdos ocultos en algún punto distante de su pasado. Los presentes hicieron silencio al verla entrar. Caminó despacio. El sonido de sus tacones produjo un eco en todo el recinto.
─ Mi joven princesa de guerra ven, acércate –solicitó Mordent. A su lado su esposa, la contemplaba con cariño.
«Mi bendita guerrera ─pensó para sí misma la cortesana─. Mi valiente niña, cuanto dolor te hemos causado.»
El rostro de la muchacha irradiaba fortaleza, y un ininteligible semblante de autoridad. Cuán lejos de aquella joven nadadora que recogía guijarros a orillas del mar, frágil y risueña, y que jugaba con su hija.
Se detuvo en el primer escalón, como siempre acostumbró.
─Su alteza ─saludó con una leve inclinación de su cabeza.
─Todo está preparado ─dijo Mordent con apreciación y respeto─; mientras descansabas, los hombres que pidió nuestro general están listos, no ha sido necesario convocarlos, se ofrecieron a seguirte una vez más al campo de batalla, dispuestos con todo lo necesario para librarnos de esta invasión cercana.
La joven amazona con sus manos entrelazadas por delante asintió levemente sin pronunciar palabras. Colocó sus brazos caídos a ambos lados de su cuerpo e hizo una reverencia. Tal vez por nostalgia. Tal vez por la amistad.
─Rey Mordent –interrumpió─. Los estimo, y quizás demasiado. Sin embargo, al presente, no tengo una opinión contraria, dado que los valoro como parte de una familia a la que alguna vez pertenecí. Ustedes saben que baso mi amistad en fundamentos innegables. No obstante, creo en la moraleja que todo lo bueno regresa en la vida si uno ha sido propicio con esta, por tanto, respetando su investidura, me acerco a ustedes pidiendo por favor lo siguiente: me es necesario saber lo ocurrido con mis hermanas. Pelearé bajo su cobertura una vez más, y se los expondré con claridad, dado que no guardo rencor hacia ustedes ni a nadie de este reino. Ustedes, por el contrario, me deben una explicación ─con calma se acercó hasta ellos, hasta quedar a solo un metro de ambos, y examinando sus rostros, preguntó─. Por favor, necesito me digan acerca de ellas, sepan que he venido una vez más a esta región por causa de las vidas de mis hermanas y no por tener entusiasmo alguno por regresar.
Los gobernantes, impulsados por su deseo de rectificar su error, y en la esperanza de que un día su campeona regresara a ellos, habían enviado mensajeros, espías, y baqueanos en todas las direcciones, con el fin de obtener información, en torno al paradero de las mujeres.
Esta vez fue Kanthya la que habló.
─Mi querida, ten ─dijo comprensiva, extendiéndole una bolsita hecha de seda de color verde. El rostro de la amazona cambió de súbito al inspeccionar su contenido.
─ ¡Es de Biconish! ─exclamó de súbito─. ¡El brazalete de su tobillo!
─Así es linda, los expedicionarios enviados dieron con un lugar en las afueras de una ciudadela. El ruin de Gudwint las ocultó allí. Permanecen custodiada por unos pocos. También tengo entendido que, su malvado propósito es venderlas luego del asedio a nuestro reino, a renegados piratas de las islas de los grandes hielos.
La esposa del soberano denotó tristeza y enfado al pronunciar esas palabras. Con lentitud se incorporó de su sitial, y se aproximó a la muchacha que se hallaba en evidencia estremecida por la noticia.
La vida había traído perdón y reconciliación. A pesar de eso, ciertas circunstancias mantenían su rumbo. Todos aguardaban por saber cómo serían los próximos desenlaces.
─Hija ─continuó la reina─. En el pasado hemos sido víctimas de una acusación infame hacia ustedes. Nosotros, por complacer virtudes, amistades que representaban beneficios para nuestro reino, desoímos tu voz y también el de tus hermanas. Mi niña, no sabes cuánto lamento tales decisiones erróneas. Hubo de pasar un tiempo considerable hasta darnos cuenta del grave error cometido. Para entonces, el hijo del general ya había estrechado lazos con nuestros enemigos, desabasteciéndonos del control de los mercados terrestres y fluviales. Y en el transcurso, sufrimos pérdidas, lamentamos vidas humanas. Y todo, a causa de no haber sabido juzgar con certeza, la inmoralidad de lo expuesto en ese sucio teatro montado por inicuos y ambiciosos seres sin escrúpulos ─se apartó colocándose a la izquierda de Alyséth, juntó sus manos por delante, y perdió su mirada a lo largo del espacioso salón. La joven sajona no se movió, el brazalete de su amiga parecía detener el tiempo frente a ella─. Fuimos atacados desde varios puntos del país. Las naciones paganas optaron por unírseles, y han sido meses de valles estériles y combates extenuantes por defender nuestro reino y nuestro legado de paz y compromiso con las naciones aliadas.
>>Todo aunado al insondable recuento de hombres y mujeres cuyas vidas se han perdido en las contiendas ─pausa─; prácticamente, hemos agotado nuestros recursos con tal de repeler sus constantes ofensivas. También habrás de saber que, en el mejor de los casos, les originamos grandes daños a sus ejércitos. Porque destruimos por completos sus asedios en toda la región circundante, y los expulsamos más allá de las fronteras territoriales de Denaxos. A tal motivo, Carshen quiso intervenir, pero era nuestra guerra, no podría soportar que se perdieran más vidas. Noche tras noche recorrí nuestro reino, consolando a las viudas, madres y hermanas de todos. Yo… no podía dormir sabiendo que sus lágrimas no obtendrían respuestas. ¡Yo misma hubiese preferido caer si con ello hubiera podido salvarlos! Y contra la opinión de mi esposo, vestí mi túnica de batalla incontables veces, pero mis queridos aldeanos, ellos, no me dejaban avanzar, se interponían en el camino y tomaban las bridas de mi caballo. ¡Oh tú no sabes cuánto luché, lloré, les grité, y hasta les ordené para me permitieran marchar! Pero todo resultó inútil. Frustrada y sin aliento, regresaba a las caballerizas, y allí, liberaba mi llanto, por aquellos que no regresarían a sus hogares. Fueron días terribles, la escasez, en conjunto con los ataques de diversos ejércitos invasores habían desbastado a nuestro gobierno. Demasiado tiempo nos llevó recuperarnos.
>>Pero hoy, disponemos de una oportunidad, y han sido mis oraciones para que todo esto se termine de una vez. Si vencemos a Gudwint junto a sus tropas, cinco naciones vecinas se nos unirán en la partida para derribar el imperio del sur, acabando, de esa forma, con la tiranía del nefasto rey Margush.
Alyséth sujetó con suavidad el objeto, de gran valor para ella.
─Dos años y medio, mi reina, y en medio de todo ese río de soledad y de mi exilio, el milagro me encontró.
─ ¿Un milagro? ─preguntó la dama.
─Es una larga historia, luego tal vez.
Entonces, recordó a su niña y a su hogar. En su corazón se apartó para abrazarla, y también para fijar su interés en la difícil separación impuesta por el tenaz destino que, una vez más, la empujaba hacia lo desconocido. Pero, en su alma, las vívidas memorias de sus hermanas se mecieron acompañadas por juramentos adquiridos en su tierra natal de Almebar.
Recuerdos incesantes, rebulleron en su mente. Luchó por mantener la distancia entre esos aspectos desagradables originados años atrás, y mientras el momento halaba su voluntad, la abstracción en los recuerdos ganaba lugar en su corazón. Eso terminó por irritarla. Su carácter agudo y profundo, no logró clarificar los repentinos cambios que subían desde las inmersiones de sus enajenadas emociones.
«¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Seré capaz de llevar a cabo esta tarea? ¿Podré reunirme con ellas algún día? ¿No debería estar con mi hija? ¿Qué pretendo con toda esta imposición?»
Sin proponérselo, quedó de rodillas, en tanto sujetaba el brazalete, y por unos instantes le costó respirar, entonces, por vez primera, luego de su llegada, comenzó a llorar, lo hizo con un enfado compungido. El angustiante clamor golpeó las paredes del recinto, conmoviendo a los allí presentes.
Los gobernantes se miraron entre sí, y de inmediato ordenaron a todos que se retirasen del salón.
«¿Alguna vez se terminará todo esto? Me prometí a mí misma, y se lo prometí a mí hija, que jamás volvería a enlistarme para librar otra guerra. ¿Estaré acaso quebrando esa promesa?»
Necesitó de mucho tiempo para olvidar la sangre, y el olor acre de un campo de batalla. Tuvo que aprender a ser una sencilla mujer. A ser madre, a llevar una vida tranquila para ella y su hija. Y en medio de esos sentimientos encontrados, se vio acorralada. Su enérgica tenacidad se vio bloqueada en ese punto. Se hizo un largo silencio. Kanthya se aproximó, y se ubicó a su lado.
Minutos después, Alyséth, repuesta de ese momento de reflexión que acongojara su corazón, se incorporó.
─Si tan solo supieran ─dijo en evidencia angustiada─; pero no traeré más relatos innecesarios. Cumpliré con mi labor asignada y veré por el mañana.
Dicho esto, los saludó y se retiró del recinto. Kanthya suspiró y regresó a su sitial.
─Hay algo que no nos está diciendo ─señaló.
─ ¿Qué crees que sea? ─dijo Mordent.
─No lo sé… supongo que con el tiempo nos lo dirá.
Soldados esgrimistas. Veteranos de cientos de batallas. Versados en el arte de la guerra. De ojos afilados. Silenciaban las voces de sus almas para no pensar en el hogar y en la familia, en los tiernos brazos del calor de un lecho. Sus armaduras totalmente negras, le recubrían el torso, los hombros, y la espalda hasta la cintura. Los avambrazos eran de cuero y de metal. La cota malla de cuero, laminada en acero que descendía por cada lado de la cintura hasta cerca de sus botas de cuero, conformaban el típico diseño de la escudería durtexiana. La mayoría portaba una espada que colgaba del cinturón, seguidamente, del hacha mediana de un solo filo que algunos acostumbraban a llevar. Por último, el yelmo con la abertura en T, terminaba por conformar el equipamiento de guerra de estos notables guerreros durtexianos. Muchos, además, cargaban otras espadas sobre su espalda, carcajes con flechas de punta de acero y lanzas cortas en lugar de las hachas.
No hubo discursos ni palabreríos de aliento. Alyséth los odiaba. Ella sabía mejor que nadie, a lo que se enfrentarían los soldados, y a su vez ellos, sabían lo que debían hacer, lo que se encontraba en juego y las vidas que debían defender. Espalda con espalda, recodo a recodo, un escudo con el flanco, la espada, la lanza, los arcos y las empuñaduras que descargarían el frio metal sobre el enemigo. No. No hubo discurso. Para quienes conocían la guerra, no era necesario recordarles nada.
La muchacha recorrió las tropas con su sólida mirada. Todos fueron conscientes de las traicioneras aguas heladas que habrían de encontrarse en la soledad de una región distante.
La mañana los recibió a cielos abiertos. La joven comandante desmontó, comprobando que ya no llovía. Dirigió entonces su mirada hacia el lodo bajo sus botas. Habría lodo en la marcha. Todo un fangal molesto.
«Es un fastidio», pensó. Tomó las riendas y ajustó su montura. Y el ejército se puso en marcha. El suelo tembló ante el paso del ejército. Con un sereno movimiento, Alyséth se colocó el yelmo, su mirada se tornó sombría. Su semblante alegre y jovial mar se había difuminado.
Los bosques lo anunciaron, y en los collados y al pie de las montañas, se murmuró acerca de los cuentos de guerra que habrían de sobrevenir, trayendo sobre el día, un dictamen de fortaleza y arrojo, de presagios y también de muerte.
Detrás de ellos, el castillo amurallado cerró sus portones, y sobre él, reinó una despedida con gusto amargo
El ejército ya se había puesto en marcha al son de los latidos del viento. Los vigías iban adelante. Los espías helenos y los hábiles montaraces, todos marchaban a caballo. No había infantería. Alyséth conocía al agotamiento por caminar largas jornadas, y de la escasa capacidad en el combate a causa de ello.
A lo largo del camino, se tomaron breves descansos. Sin campamento, ni tiendas, solo las fogatas durante las noches, y varias guardias para evitar el cansancio. Alyséth, se mantuvo al margen de todos, sin hablar con nadie ni mucho menos intercambiar impresiones con los líderes de su ejército. No necesitaba estar ahí, deseaba estar con su hija, en su hogar, junto al mar. A la luz de un pequeño fuego, contemplaba sus pensamientos y oraba por su pequeña, también por hacer lo correcto, llegado el momento.
Después de varios días de marcha, arribaron al punto establecido con al general que los esperaba en un recodo del camino, a la sombra de un grupo de árboles.
La tierra pedregosa y estéril, caliente por el sol, aguardaba por ellos. No existía empatía por el entorno solo resignación. Para quienes cabalgaban de continuo bajo los dominios del calor, se tornaba una costumbre vivir bajo cualquier designio, sin quejas ni reproches.
─Esta ofensiva es solo para detener a su hijo, ¿verdad? –dijo Alyséth dirigiéndose al general.
─Lo es.
El tono decayó en el fogueado general cuando respondió. Gudwint, a pesar de ser un traidor y asesino, seguía siendo su hijo.
«Así como el clima, es el hombre ante la vida y el poder de manipularla a su antojo>», caviló Lanking, prestando mucha atención a la capacidad del enemigo. Resultaba extraño que la relación con su hijo se denegara con brusquedad, y sus caminos se volvieran rigurosos, sin espacio para el diálogo. No hubo salida para superar el obstáculo impuesto por medio de los duros razonamientos, ligados a la avaricia y la soberbia. La vida parecía haber sido severa para el endurecido militar de armas. Sus ojos cargados de experiencia, enlazados a un porvenir incierto, recorrieron la región; hogar y tierra de los suyos, abrigo y refugio para los hijos de Durtex, amenazados hoy, por el decadente ímpetu de los codiciosos. Su mirada se posó en el costado de la bestia monstruosa. De la infame muerte que advertía de peligros cercanos, a todos los pobladores y habitantes del reino.
¿Cómo entender la razón de todo esto? La joven comandante guardó silencio unos instantes antes de proseguir.
─ ¿Se da cuenta que no esperaré al envió de Kanthya por mis hermanas? ─expresó impasible─. Iré yo misma por ellas, demasiado tiempo he esperado ya.
─Lo sé ─enseguida como si recordara una inquietud, el general asintió para sí mismo, preguntándole─. No he visto a nadie más en los alrededores de tu casa, dime, ¿no es peligroso que vivan la niña y tú solas en ese lugar?
─No estoy sola general, ellos están conmigo y me protegen –respondió sin dejar de mirar al frente. Y con una sonrisa que se asemejaba a advertencia, prosiguió–. No es necesario que me defienda, ellos harían pedazos a cualquiera que resultase ser una amenaza para nosotras.
─ ¿Ellos? ─replicó el veterano.
Alyséth no respondió y buscó la delantera del grupo de vanguardia, dejando a un resignado veterano, en el más profundo desconcierto.
Los guerreros de Durtex avanzaban a través del accidentado camino, expuestos al latente y pesado sol con la vista fija en el frente. Pronto, el destino tomará parte en la compulsiva batalla contra un tirano, cuyos principios son como polvo entre los dientes, enraizado al cruel y disparatado eje de sus egoístas ambiciones. El frío metal hablaría, la vida se sacudiría tambaleante, y dentro de poco, las piedras comenzarían a rezumbar sangre a causa de la intempestiva escabrosidad de la muerte que insistente, gritaba a la tierra y a los aires, su completo rechazo por la vida
“Cuando la borrosa neblina nace en los corazones moribundos, los cielos se preparan a ungir con aceite las almas de los que partirán hacia la luz. Las inevitables horas que se desprenden del aliento cercano al desenlace, marcan su hora final.”
La planicie, se hallaba estéril y agobiante. La tierra todavía húmeda y lodosa por causa de la lluvia, dejaba pendientes resbalosas, una incomodidad más en el camino. Alyséth contempló que el sol se había ocultado, y nuevamente los nubarrones, traían los restallidos de los aguaceros.
El ejército avanzó decidido, durante dos días más, resguardándose aquí y allá, hasta llegar a las orillas de un rio de corrientes rápidas producto quizás de las continuas lluvias. Continuaron el viaje tras vadearlo colina arriba, y pronto divisaron el destacamento militar que los aguardaba del otro lado, los pocos sobrevivientes. Los vítores resonaron con fuerzas.
«Orgullos como siempre ─pensó Alyséth respecto de Gudwint─. Podría haber perseguido a estos sobrevivientes y los hubiera terminado a todos. Pero…; ¿por qué acabar con unos pocos si con ello se puede atraer a otros? Supongo que habrá pensado que, Durtex enviaría refuerzos y de ese modo, acabaría con todos y su victoria sería todavía más grande. ¿Habrá pensado de esta forma o solo estoy suponiendo? Vaya uno a saber lo que esa escoria piensa.»
Fue un pequeño reposo. En el horizonte, negras y espesas nubes, se asomaban como al descuido cubriéndolo todo. En un detalle objetivo, y poco circunstancial, el día se convirtió en una noche entenebrecida. Las siluetas de los matorrales semejaban a unas afiladas sombras que se agitaban a causa del ventarrón. La tormenta ya se hallaba encima. En el ejército, la tensión conforme se aproximaba el suceso, comenzó a agitarse. La carga en el pecho, esa molesta sensación de estar ingresando a un mundo ya conocido por todos, reavivó el sudor frío en la nuca, en las manos, y en los esforzados alientos, que gemían antes de combatir, entre gruñidos, voces y ruegos.
A un par de leguas se escuchó el vibrante sonido del mar como un tétrico presentimiento, las olas rompían contra los escollos y los arrecifes, en oleajes repletos de espuma blancuzca. El tronar de las mareas, azotaba las laderas de los farallones, sacudiendo con bravura los árboles de la costa. Tal como si la naturaleza sufriera unos aterradores espasmos.
El avance de los ejércitos levantó rumores sobre la tierra. Acompañados todos por los rayos, cuyos resplandores destrozaban la oscuridad. Y en medio de todo este devenir, el chaparrón se descolgó sobre los aventurados guerreros de Durtex, los cuales estuvieron agradecidos por no tener que combatir en medio del sofocante calor que exudaba las fuerzas y quitaba la respiración.
La táctica era simple. Descenderían colina abajo hacia el enemigo, como una avalancha de acero y bronce. La estrategia de más estaba decirlo, contenía el factor sorpresa. Un avance con varias columnas agrupadas en la línea ofensiva al mando de Alyséth, vendría en diagonal desde un lado de las colinas. La guarnición de Gudwint no se lo esperaría. Tampoco podría prever que su posición resultaba ser una desventaja ante tal acometida. Lo único significativo para él, era la brutal fuerza de choque de sus bestiales mercenarios, adictos a la barbarie y el desenfreno ilegítimo.
─El suave ejército de Durtex ni se lo espera, conozco a todos y cada uno ─comentó el reciente nombrado comandante del Sur Aliezer Gudwint a un miembro de la corte de Margush─. Serán aplastados por mis hordas, y en grueso número avanzaremos hacia el detestable reino de Mordent.
─Eso espero comandante, por lo pronto he de regresar a llevar las buenas de que tu empresa ha resultado no solo encomiable sino satisfactoria para todos. ¡Buena Suerte joven ambicioso!
El cortesano, un estirado hombrecillo de barba muy fina, ojos azules y poblado de pecas, taciturno en su proceder, se marchó rumbo al sur con una despreciable sonrisa. Gudwint espetó con fastidio:
─Maldito enclenque yo le enseñaré ─escupió con rabia─. No esperaré por sus estúpidas órdenes. Puedo llevar a cabo esta ofensiva yo solo. Y después, marcharé hasta el emblemático Durtex y lo sitiare, entonces verán de lo que soy capaz. Las circunstancias no podrían ser mejores.
Para ese entonces, la avanzada del general Lanking se acercaba a su objetivo. La ansiedad era ya insufrible, incontenible, al punto que agarrotaba los vientres de todos, generando nauseas e impaciencia. Atravesaron una duna de escasa extensión, y pronto dieron con la colina rocosa. Allí se detuvieron. Gudwint los vio surgir cerca de unos álamos y comenzó a maldecir.
Frente a frente, separados por cientos de metros, las tropas de uno y otro permanecieron alertas. Alyséth se apeó de su caballo y caminó un poco. Observó el cielo, cerró sus ojos, aferró su escudo con una mano y la lanza con la otra, y se arrodilló en el lodo para elevar una plegaria. Su capa ondeó al igual que un estandarte con misteriosos presagios.
─Una vez más estoy aquí, sin orgullo, sin nada que me abrume, pidiendo por tu guía. Una vez más acompañaré a estos leales a una contienda, y juntos, nos arrojaremos al abismo de la bestia, para arrancar de sus fauces, a los prisioneros encadenados. Te pido que engrandezcas tu nombre sobre el filo de nuestras espadas, y que recibas en tu seno a los que habrán de caer en este aparatado campo de batalla.
A su alrededor, empapados de coraje y agua, los hombres aguardaban por sus órdenes. Se incorporó, apoyó su jabalina en el suelo y bajó su escudo oteando en la distancia. Sus penetrantes ojos buscaron ver más allá, buscaron divisar a su adversario, al maquinal impostor de la traición y la vergüenza. Al cabo de un instante, lo distinguió a lo lejos, un relámpago iluminó al renegado, envuelto en un manto negro. Este vociferaba mandatos a su horda de chacales. Los gigantescos cuerpos de estos, semejaban a gladiadores de arena.
Siendo astuto y hábil como una serpiente, había escogido bien a sus hombres. Mercenarios, asesinos de mujeres y niños. Con marcados estigmas en sus curtidos rostros, y sus pendencieras armas. Se los podía escuchar desde lejos preparándose a los gritos, con alaridos que atravesaban los aires. Toscos, huraños, refunfuñando y con aullidos encolerizados que señalaban a su presa, mientras chocaban sus espadas, y aguardaban junto al relincho de sus histéricos caballos.
Alyséth, desplegó sus tropas con la formación helénica, usando lanzas algo un poco más largas como frente de ataque. Distribuyó, la caballería en dos flancos, a izquierda y derecha, y envió las falanges diestras en el arco, como empuje de cobertura. Las órdenes fueron de un lado hacia otro, y todo se movilizó con notable rapidez y precisión. El enardecimiento fue en aumento.
El general, aguardaba replegado más atrás, con el resto de su milicia para cubrir la parte posterior, y de esa forma cortar el paso a cualquier estratagema del enemigo.
De inmediato, las notas de los cuernos, las trompetas de guerra, y las briosas exclamaciones dieron comienzo a la batalla. Ambos ejércitos dieron inicio a sus avances. Alyséth, marchaba unos metros más adelante. Su armadura negra y blanca se confundió con el entorno negruzco y abisal, del apesadumbrado entorno.
Analizó cada movimiento de su oponente. Supo que Gudwint no vendría durante la primera acometida, se ubicaría en la parte posterior, para dar los golpes decisivos.
«Igual de cobarde como lo fue años atrás.»
Dejó su lanza sobre uno de los costados de Nirman, adosada a su silla de montar. Enseguida, y de forma inesperada, aferró las bridas y se lanzó como un torrente, colocando su escudo al frente, y extendiendo su brazo hacia atrás que sostenía su espada. Nirman resopló exaltado. Los ojos negros de la amazona, habían cambiado de expresión. Ahora cabalgaba sobre el viento de su determinación. Su carrera se alargó como una veloz mancha neblinosa a través de la lluvia.
Por unos momentos, las nubes dejaron filtrar un haz de luz que la iluminó en su totalidad. El tiempo se ralentizó a su paso, en tanto las pisadas de su veloz caballo, se afirmaban sobre el suelo fangoso, salpicando lodo, guijarros y hierbas.
El victoreo a su alrededor, fue ensordecedor, similar al bramido de muchas aguas. Detrás suyo, sus tropas que se abrían formando la pica griega, la siguieron a todo galope.
El alboroto del ejército invasor fue atronador, y entre exclamaciones y alardes, también se lanzaron al ataque rugiendo de ferocidad, sedientos por ver la sangre de sus enemigos derramada sobre el campo.
En lo alto, los relámpagos iluminaban el terreno en sus cercanías. Las flechas partieron hacia el campo, y los escudos se alzaron sobre las cabezas. Los primeros de uno y otro bando, fueron cayendo abatidos a tierra. Lo fueron muchos más invasores que aliados. Y esto se debió, a la ventaja de la ubicación en la que se encontraba el ejercito durtexiano.
Planificando un ardid, Alyséth, torció su recorrido y regresó por unos de los flancos de la caballería, que avanzaba a toda velocidad por el empinado entorno. Se ubicó en medio, y dirigió desde ahí a su armada. Más atrás, la infantería se aproximaba enérgicamente.
Careciendo de estrategia, presumiendo de la cantidad, y también del salvajismo de su ejército, Gudwint creía poder obtener el triunfo. Sus cálculos se basaban en la fuerza bruta y en el envío total de sus avanzadas. No contaba con la presencia de la amazona al frente de su ejército, adiestrada en el arte de la guerra y en el trazado de cualquier terreno de batalla.
Por unos instantes, permaneció sin habla al divisarla en la arremetida. Su mirada la visualizó como a una sombra que se desprendía de la oscuridad hasta hacerse tan real como la peor de sus pesadillas, y su preocupación entonces, se dispararon envueltas en una penumbra de terror. El truco de la joven guerrera de dejarse ver, surtió el efecto esperado. El hijo de Lanking, perdió de vista el objetivo central. Sus acciones se dividieron en el preciso segundo que se percató de la presencia de la amazona que embestía al frente de su armada.
Y sin tiempo de preparar nada, el abusivo desertor, ordenó una desproporcionada acometida frontal, directo contra sus atacantes. Supo que los dados habían sido arrojados por la eventualidad. Su suerte había sido echada. En contraposición y a estas alturas, entendió que no podía hacer otra cosa, excepto esperar a que su desesperado plan funcionara de un modo u otro.
─No podrán contra mis hombres ─dijo en voz alta, como si con ello pudiera empujar lo inevitable de una derrota, hacia un punto muerto de la imposibilidad─. No puedo perder. No lo haré. ¡No perderé! Esa perra no podrá hacer frente a todos mis guerreros.
El choque fue brutal. La punta de lanza de las falanges de Alyséth, atravesó el muro de escudos y de espadas, partiéndolo en dos, despedazando a sus contrincantes, provocando en su recorrido, un caos indefinible. Los cuerpos destrozados, rodaron heridos de gravedad junto a sus monturas. La primera ola que se mezcló con el agua y el lodo, en medio de la despiadada contienda, se levantó como remolinos fantasmales. Los gritos, los gemidos, y el chasquido del acerco contra el acero, resonaron con estridencia en la contienda. Las espadas cortaban arrancando sangre y vida de los cuerpos. Las hachas rompieron los escudos, y los fragmentos de mil miedos, se confundieron entre los estertores del conflicto.
Los arrojados jinetes de Durtex arreciaron con fuerza, empujándolos con sus alabardas, obligándolos a detenerse y a que se dispersaran. Rompiendo el orden y las filas de sus adversarios. La pica de lanzas, avanzó atravesándolo todo a su paso. El enardecimiento y la ira de los mercenarios, los acompañó, aplastando sin piedad a los menos afortunados. Pero los guerreros Durtexianos frente a la resistencia de los salvajes sedientos de muerte, no se sometían con facilidad, ellos también cortaban, ellos del mismo modo golpeaban. Ellos no serían engullidos con facilidad por esos miserables anarquistas de la barbarie.
El lodo salpicó los cuerpos, y los resbalones se convirtieron en guillotinas mortales para uno y otro bando. El descuido se pagó caro en medio de ese violento confrontamiento.
Alyséth los dirigía magistralmente, cubriendo cada tramo, cada hueco posible y manteniéndose férrea en todo momento al frente de sus hombres. Golpeaba con velocidad increíble, impulsándose resuelta, delante de su infantería, con su corazón que latía como un martillo.
La muerte impregnó el aire y Brisa Roja extinguió con su flameante espada, las vidas de sus adversarios que se interponían en su camino, sin dar tiempo a rearmarse, asestando golpes aquí y allá, en una veloz danza mortal.
─ ¡Thorbes reordena el grupo de la izquierda y envíalos detrás! –gritó.
─ ¡Vamos gente de las altas cumbres! ¡Obedezcan! –replicó Penthar.
─ ¡Demencial temporal! –se quejó otro.
─ ¡Ya la oyeron! ¡Cubran los espacios!
Sus movimientos iban de un lado hacia otro, con ataques de arriba hacia abajo, en diagonal, colisionando con su montura. Sin cesar y sin detenerse.
E imprevistamente, de un salto se echó a tierra, y se arrojó hacia adelante, descargando los terribles mandobles a las rodillas, piernas y brazos de sus adversarios, que una vez inhabilitados para continuar combatiendo al cien por ciento, con una rapidez fulminante eran eliminados. Así continuó, exigida, incansable, con el esfuerzo al límite y al igual que una sombra escurridiza.
Los exasperantes gritos del enemigo recorrieron el campo de batalla enrojecido por la sangre. El fango se convirtió en arcilla de color negruzco, con el preámbulo de una trágica forma que surgía entre los restos apilados, desordenados, sin memoria ni reflejos, ligados a una singular quimera que se reclinaba hacia una oscura contemplación. La vida se extinguía en cada recodo, amontonándose en escombros inherentes.
Sobre una colina, Gudwint intentó reorganizarlos, pero sin éxito. A su paso todo se desbarataba. El feroz ataque de Brisa Roja había descontrolado su plan sin que él pudiera remediarlo. Masculló órdenes a diestra y siniestra con intenciones de que la lucha se volcara a su favor. Pero todo resultaba inútil, no había mucho para hacer a estas alturas. El rostro del traidor se descompuso y sus ojos, solo pudieron seguir a la mortífera figura que se movía, precisa, luchando como el máximo de los guerreros. La desesperación comenzó a abrirse camino por su angustiado pecho.
Moviéndose hacia su derecha y luego hacia su izquierda, la espada de Alyséth, describía semicírculos en los aires, impregnándolo con la sangre de sus enemigos, quienes no podían detenerla. El aliento se cortaba con sus feroces estocadas. Su acero brillaba tan fuerte como su alma. Su silueta se confundió con la de todos. No podían llegar a ella. Su escudo rompía en mil destellos a causa de los ataques que recibía. Los tridentes quisieron arrebatar su vida, las hachas, tomar su cabeza, pero solo encontraban el vacío.
Brisa arremetía con terrible fiereza, embistiendo incansable, sin detenerse, a la vez que sus hombres la seguían sin respiro a la par de su destreza y de su coraje. Detrás de ella, el rastro de los cuerpos maltrechos en el suelo, y las inservibles armas que habían buscado cortar su ímpetu, fueron mudos testigos de su ferocidad, de la peculiar naturaleza que esgrimía como un distante anhelo colmado de una imparable voluntad innegable. Los insultos, las provocaciones, y las injurias constantes que volaban hacia ella, terminaban siendo como el viento, sin consistencia, apenas un reflujo de aire.
Zumbaban los dardos. Resonaban los gemidos y se acallaban las voces de cientos. Hasta que, de repente y sin desearlo, comenzó a llorar, y eso le molestó, porque nunca lo había hecho. No, durante una batalla. ¿Por qué entonces ahora? Quizás el presente de su niña la había tornado vulnerable o puede que fuera otra cosa. Porque, con cada choque, sus entrañas se resentían y lloraba, no por los mercenarios que abatía, los cuales estaban más que acostumbrados a la muerte y la devastación. No, no era por ellos. Lloraba por los soldados que la acompañaban y caían a su lado. Ella lo sabía. Las mujeres llorarían a sus hombres y los niños no verían a sus padres, ni a sus amigos o sus hermanos.
El lugar era oscuramente amargo, peor que los restos de un desierto abrasador, solo la agonía sin la existencia del tiempo, del consuelo ni el recuerdo, como si todo fuese borrado en un instante. En este desolado paraje, la ansiedad, el miedo, avanzaban consumiendo todo a su paso. El olor a sangre, el lodo, fueron intensos. Los buitres danzaban en círculos desesperados por descender al igual que unos espectros en la oscuridad son empujados por la dama oscura para que recojan su botín.
La ira, la angustia fueron el cóctel del entorno. Las figuras sobrecogedoras que se erguían por todas partes, eran amigos y desconocidos que yacían tendidos en un mismo lugar, sobre una tierra de viscosa humedad y barro maloliente.
No existían las armaduras resplandecientes. Las imágenes esparcidas sobre el páramo retractaban el derrumbamiento de la esperanza, junto al ahogo de los gritos del porvenir cercano. Ya no se respiraba. Ahora los gemidos comenzaron a poblar el sitio de la contienda, en compañía de los latigazos de las espadas que hendían la carne.
El brazo adolorido de tanto subir y bajar la espada, las sienes que tableteaban por el esfuerzo y el corazón exigido por el deseo incontenible de avanzar, reflejaban el soberbio momento de todo guerrero.
Matar para no morir y destruir para no ser destruido. Nadie retrocedía. Se avanzaba golpeando una y otra vez, en la espera de que todo se terminase. Y aquel que disponía de una oportunidad, no debía desperdiciarla, porque eso significaba todo, obtener una chance más de vivir, un instante, un minuto que lo aferraba al siguiente.
Y mientras la sangre de los enemigos salpicaba el afligido cuerpo, se podía ver en los rostros de los combatientes, que todos respondían de igual forma. Todos deseaban lo mismo. Sobrevivir. Lo importante aquí, era sobrevivir. Escapar del presagio de lo inevitable.
La vida enfatizaba su lucha pulgada a pulgada. Todos apretujados, pugnando. Los cuerpos apilados, aún tibios algunos, fríos los otros, eran dejados de lados, como montículos de armazones que ya perecieron, y no pertenecían ya más a este mundo abatido, de aflicción y muerte. Con nombre y apellido, se habían marchado hacia el otro lado del umbral. Son los que han perdido su historia, pero permanecerán en las mentes de quienes los conocieron.
─ ¡Gudwint! ¡Miserable perro! –gritó Alyséth al día entenebrecido de tinieblas, con su rostro cubierto por las lágrimas─ ¡Despreciable ladrón de vidas, caerás ante mí! ¡Juro que lo harás!
Cerca de ahí, por encima del grueso rumor del bronce y del acero, los oídos del espíritu del hijo de Lanking percibieron el miedo. La batalla se intensificó. El tiempo corrió sin detenerse. Los ejércitos se cruzaron en un cruento combate sin misericordia. Brisa llamó a Nirman, y éste reapareció, envainó su espada, y tomó su lanza. No sentía las heridas, ni las cortaduras. Su determinación sofocaba cualquier dolor que pudiera tener.
─ ¡Necesito longitud, necesito alcance! ¡Debo romper está condenada muralla de animales!
La batalla era un frenesí en la vida de los combatientes. Alyséth, no podía detenerse. Prosiguió asestando golpes con furor. Enfrentando los combates, en busca de los huecos por donde atravesar. Continuó embistiendo con su escudo, rompiendo las formaciones de un nutrido grupo. El desorden fue total, el shock absoluto. Los intrusos estaban atónitos. La helada tenacidad de Brisa Roja entorpeció los movimientos de estos y los últimos minutos se convirtieron en una eternidad.
«¡Esta carnicería, no debe ir más lejos, debemos terminarla!»
Entonces llevó la ofensiva al siguiente nivel.
─ ¡ESTO TIENE QUE TERMINAR AQUÍ! ─exclamó, arrojándose con su escudo, sobre el grueso de resistencia más firme del enemigo. La ferocidad de la amazona impulsó a su ejército, y estos la siguieron en una delirante embestida como lobos embravecidos.
Los desafió a todos en compañía de sus tropas. No cejó, y con su lanza trazó ángulos de ataques imposibles de realizar por cualquier guerrero ordinario. Su alabarda quebró las defensas y penetró en medio de todos, con giros tan inesperados como sorpresivos. Sus ojos fueron dos puntos negros, inviolables y difusos.
Chapoteando en el lodo y la sangre, fue detrás de todos. Sus camaradas, propinaron implacables mandobles con sus afiladas hachas y sus espadas de doble filo. Impulsados, sostuvieron el empuje, y soportaron la ventaja sin perderla.
Negra e hirviente de furia resultó la escaramuza. Por todas partes yacía la vida extinguida. El clamor de amigos y enemigo se retorcían sin fuerzas tras los senderos de la agonía.
La acometida se tornó difícil, la oleada pareció petrificarse en ese pantano de devastación y muerte. Sin embargo, los valientes hijos de Durtex prosiguieron con ímpetu, sin detenerse. No podían fallar. Las veredas se enchancharon, el páramo se achicó y el enemigo sacudió la cabeza con incredulidad.
─ ¡SOLO ES UNA ENDIABLADA MUJER, LA MITAD DE UN HOMBRE! ─gritó Gudwint encolerizado─ ¡MALDITA SEA ES SOLO UNA MUJERZUELA! ¡MÁTENLA! ¡ACABEN DE UNA VEZ CON ESA RAMERA!
Los alaridos navegaron en ríos sin fin. Alyséth encontró una brecha en el grupo invasor y se precipitó buscando su objetivo. Al fin pudo avistarlo. Gudwint, con su inerte plan que ya se había perdido, y conociendo su derrota sin nada que hacer al respecto, se aprestaba a escapar del lugar.
La incansable guerrera se apresuró. Pasó por encima de los que se le oponían, mientras su ejército buscaba abrirle pasó en medio de la reyerta. Los embates continuaban siendo tremendos. Los soldados se exigieron todavía más, y le forjaron una salida.
El hijo del general rodeado de una escolta, ya montaba su caballo decidido a huir y abandonar el entramado conflicto.
─ ¡GUDWINT! –escuchó a sus espaldas. Como brotada de la bruma de un confuso atardecer, la vio, cubierta de sangre y lodo, con su torso exhibiendo el esfuerzo de la contienda. Alyséth, se quitó el yelmo, cubierto de arañazos.
─ ¡La muy condenada es una notable mujer! ─exclamó uno de sus allegados. Alyséth no perdía de vista su objetivo. De pie lo observaba ferozmente con sus inflexibles e inexpresivos ojos negros. Una sensación fría recorrió la medula del contrariado jinete que luchó contra la desesperación que comprimía su garganta. La figura de la mujer se recortó como una escena dantesca, envuelta en sombrío humo.
Los hombres de Gudwint, una veintena, compuesta por soldados, mercenarios y cazadores, no eran tan solo su escolta privada, también mercaderes de esclavos, y al verla, se relamieron de placer.
«Puede que, si la confrontamos desde varios puntos, logremos apresarla», pensó uno de ellos, ensoberbecido en su capacidad de juzgar.
Que poco sabían de ella.
─ ¿Pretendes enfrentarnos, mujer? ¿No sabes quiénes somos? –arrojó divertido uno de sus increpadores.
Con frialdad en su mirada y el fuego subiendo de su vientre. Ni se molestó en responderles. Arrojó el escudo a un lado, y su lanza al otro. Se desprendió de su capa, liberó la correa de su carcaj y tomó su arco. La lluvia había cesado y el viento jugaba con su cabellera negra, sucia y cubierta de sangre. Flexionó levemente sus brazos.
Los hombres se burlaron de su temeridad. Pero sus risas fueron ahogadas. Las flechas salieron de su arco tan rápidas como el relámpago que acompañara el principio de la batalla.
No conocían su fuerza. No entendían su determinación. Estaban ciegos, confiados en su presunción y en su arrogancia. No obstante, para ella, había mucho más por delante. Vidas en juego, y por ello, no hubo tiempo para pensar. Nunca existió la duda.
La insólita acción los tomó por sorpresa. Desmontaron con rapidez, y en lugar de huir, decidieron pelear. Todavía no podían entenderlo, que todo esto era mayor que su furtiva iniciativa de conquistas y saqueos.
Brisa arrojó sus flechas sin descanso, se movía cambiando de posición, entre las piedras, detrás de los árboles. No les daría escapatoria, no lo haría con ninguno de ellos. Los caballos huyeron, y sus jinetes se desplomaron a tierra heridos de muerte.
Gudwint, aprovechando la confusión, emprendió una rápida retirada. El silbido resonó, y Nirman reapareció, seguido por un grupo de guerreros amigos. La amazona tomó el escudo, su arco, un par de flechas, y de un salto estuvo sobre su caballo. Sin mediar palabras, salió tras su objetivo, pasando por entre los desafortunados mercenarios, quienes pronto, fueron derribados por la superioridad de los durtexianos.
─ ¿Cómo es posible? ─se cuestionó Gudwint, en tanto se alejaba del lugar a toda velocidad, seguido por un par de soldados─ ¡Esto es innombrable! ─gritó y sus alaridos opacaron sus pensamientos, impidiéndole ver con claridad por donde iba.
A toda carrera, lejos de su derrota, huía por la orilla del mar. Pero la arena comenzó a dificultar su retirada. La flecha zumbó por un lado, y otro soldado fue abatido.
─ ¡Condenada perra! ¡Detenla! –indicó a su acompañante, quien, en lugar de obedecer, partió hacia otra dirección. ─ ¡Cobarde regresa!
Lo próximo que supo fue, a él mismo rodando por la playa con arena en su boca y en su desconcertado rostro, chillando insultos. Su montura trastabilló herida por una saeta. Se incorporó vacilante, aturdido por el derribo.
Alyséth se detuvo a pocos metros. El aire se llenó de obscenidades provenientes del ruin y perplejo comandante derrotado. Ella lo observó con detenimiento. Le dolían los hombros, las manos, y sintió una sequedad infernal en su garganta.
Gudwint, se sintió impotente y acorralado mientras el desánimo lo estrangulaba. Con sus ojos desorbitados, salpicó de griterías a los aires, e impreso en la desesperación de su fracaso, la desafió. La comandante de mil, recuperaba fuerzas entretanto contemplaba la escena. La batalla la había llevado por límites inimaginables. Inclinó su rostro hacia la derecha, como tratando de escuchar algo.
─Estoy cansada ─se dijo apenas en un susurro. Se limpió su boca con el dorso de su mano─. También tengo sed… mucha sed.
Abandonó el arco en su montura, y exhalando un suspiro, saltó a tierra. Con lentitud caminó hacia él, con su espada desenvainada, mellada en varias partes.
Cuando nos vemos perseguidos por el tiempo de un recorrido compuesto por eventos circunstanciales. El juicio rivaliza con los sentimientos más profundos. Acciones que dependen de nuestro carácter se presentan como adversarios contra los deseos más intensos del alma, y es ahí, donde, nos vemos obligados a enfrentar nuestros temores. El miedo injertado en la duda y la inseguridad, el enojo y la venganza. Son estos, tristes usurpadores del bien del hombre, que habitan en las recamaras del odio y del resentimiento. Y para uno u otro caso, dos senderos se apoyan en un simple razonamiento: ¿Justicia o venganza…?
Gudwint lanzó un penetrante aullido y corrió hacia la muchacha. Ella lo esquivó con facilidad. Furioso, se volvió y la embistió una vez más. Imperturbable, Alyséth, bloqueó su embate. De nuevo atacó, jadeante, con el sudor que corría por el desencajado semblante, y otra vez allí, no había nadie. Ligeramente encorvado, quebrado por dentro, buscó terminar con su oponente. Atrapado en las correas de su propia derrota, con malvada saña atacó persistente. Descargó resuelto a matar, moviéndose ágilmente. Pero la joven no era carne de ganado. Y con rapidez lo desarmó.
Atribulado y quejumbroso, Gudwint se desplomó sobre la arena
─ ¡Perra endemoniada! –declaró con fastidio─. ¡Aquí estoy! ─dijo abriendo sus brazos y con sus ojos fuera de órbita─. ¡Vamos! ¡Termina de una vez!
Se produjo una pausa antes de que ella respondiera.
─Aún no lo entiendes, ¿verdad?, no lo vales Gudwint. No vales siquiera la mitad de la espada de una de mis hermanas. Mírate… tan solo, sin grandeza, sin humanidad, un poco de estiércol vertido en una pócima venenosa, te subestimé una vez, no lo haré de nuevo.
Levantó la espada y a punto estuvo de asestar un golpe más. Su mano firme en la empuñadura. Sus ojos felinos y negros, gélidos como la más fría noche, destellaron acechantes.
Recuerda ahora cazadora, no hay retorno del otro lado del acero de tu estoque. Recuerda a tu niña, la fuerza de tu vida, el poder del brillo en sus pequeños ojos. Recuerda el rocío de tu salvación. Tu hogar. La vida todavía late en los corazones de aquellos a quienes amas, tú también has aprendido a hacerlo, muy por encima del dolor, del abandono y de las tragedias. Tú también has aprendido a perdonar.
Alyséth titubeó, sintió el calor del sol en el rostro, y el tibio roce de la mano de su amada hija palpando su corazón. Con un resignado suspiro, retrocedió.
El fuego de su espíritu recorría sus venas. Y con un sorpresivo movimiento enterró la hoja en la arena, dejándose caer sobre sus rodillas. Su afilada mirada atravesó la razón de su adversario.
─Gudwint, ¿qué terrible abismo te arrastró a este oscuro mundo de rencor y muerte? ¿Cómo puedes haberlo olvidado? ¿Tan grande ha sido tu ambición que has cerrado tu corazón a quienes te amaron? El oro con el cual has sido comprado a corroído tus entrañas, convirtiéndote en una triste criatura lamentable ─el guerrero mantuvo la cabeza baja─. ¡Mírame cobarde! Ten el valor de hacerlo. ¿Por qué mis hermanas? ¿Por qué yo…? ¿Cuál ha sido el propósito de todo esto? ¿Riquezas? ¿Poder acaso? ¿Gobierno sobre otros?
─Al parecer puedes leer en mí con demasiada facilidad ─respondió despectivamente─. Pero, ¿qué puedes saber tú?
La joven no continuó, le desagradaba todo esto. Se puso de pie.
─Supongo que hasta un enemigo como tú debe ser juzgado por sus crímenes. Ya demasiada sangre se ha derramado. No caerás por mi mano, no me mancharé contigo, no quiero que tu iniquidad me toque siquiera. Demasiada furia ha habido en este día. Estoy cansada y tengo sed… mucha sed…
Lanking ya llegaba al lugar. La joven agotada, dio media vuelta y se alejó. El viento comenzó a soplar, trayendo consigo el inconfundible sabor marino.
En las horas siguientes, el ejército durtexiano se volcó a la tarea de regresar, y reorganizarse en una próxima etapa. Los prisioneros fueron tratados con honor. Tras ser despojados de sus armas, recibieron una amnistía y fueron enviados de regreso al sur.
Se levantó un improvisado campamento a orillas del mar, para atender a los heridos. La tarde se avecinaba con sus intensos resplandores, rojizos y anaranjados. Al fondo, el sol trazó una elipse.
Los vencedores de la batalla, no se cansaban de zambullirse en las tranquilas corrientes, quitando de sus agobiados cuerpos, el sabor candente y rojizo, de la agotada trifulca que los había marcado, así como el fuego deja sus huellas en los bosques.
Poco después, el sol ahora al descubierto desaparecía poco a poco, rozando levemente el horizonte, abrazando al mar con sus últimos rayos.
“Te dejo ahora mi hermano, pronto beberás de la luz de mi amada luna.”
El mar de espaldas a la tierra, de cara al cielo, se agitaba como un enorme cuadro, semejante a una mayólica veteada de verdeazulado. Con su bamboleo, bañaba las rocas, espolvoreando neblinas saladas, y salpicando la tarde, durante el oscilar. Y por medio del impulso de las mareas, besó la arena, lo hizo como quien arrebatara besos a una amante y luego huyera hasta perderse en la distancia.
“Vete hermano mío, mañana te veré de regreso a la vida.”
Pueblos vecinos se acercaron, pastores y religiosos, para honrar a los caídos de uno y otro bando, en agradecimiento por haber sido liberados de la tiranía. Ellos los llorarían, por su valor, por sus mujeres, por sus hijos y sus familias. Fue un gesto que levantó banderas por las vidas derramadas. Un gesto necesario.
Complacientes se encargarían de limpiar la región, y quemarían los cuerpos para evitar plagas indeseables. Un grupo reducido de armeros veteranos, compuesto por soldados, y granjeros corpulentos, recogerían el armamento restante esparcido por el lugar, evitando de ese modo, cualquier idea sugestiva de presuntos guerrilleros, ladrones furtivos e inoportunos ladronzuelos, que buscarían hacerse de armas, para iniciar su propio negocio de saqueos. Una tarea descomunal, nauseabunda, pero también necesaria.
Hacia el atardecer, las fogatas y las antorchas brindaron un magnífico tono castaño, amarillento a la paramera, desgranando lo que quedaba del día, ya marchito, ya casi terminado. Los perros no se acercarían, y los lobos mantendrían su distancia.
Era el tiempo de los hombres de velar por el linaje vertido sobre la tierra, y de recordar sus hechos heroicos. Y no importaban las razones o las causas de una guerra. La tierra, siempre sufría y moría un poco cada vez que una se desataba. Sí. La tierra sufría por la vida. Las columnas de humo negro se elevaron hasta los cielos como cenizas de arrepentimiento. Como plegarias arrojadas a las alturas donde habitaban los ángeles.
El general Lanking buscó a su comandante, pero esta se hallaba lejos de ahí, sentada sobre un peñasco. Nunca fue muy amiga de los fogones y hoy necesitaba estar a solas. Necesitaba pensar. Deseaba hacerlo.
En un recodo de la orilla, oculta de la vista de los demás, escondió su rostro entre sus manos, y le pareció buena idea dormitar un rato, así lo hizo atrapada por el cansancio.
Minutos más tarde, algo un poco más repuesta y, envuelta en sus pensamientos, perdió su mirada en la oscura lejanía por donde la luna nacía.
«Sangre en mis manos, vidas que han sido tomadas por mí. ¿Hasta cuándo he derramarla marchitando la existencia por causa de la libertad y de la paz? Tantas guerras. No llevo la cuenta, pero estas han sido mordaces, trágicas. Arrastran el alma hasta las sombrías cuevas de la irritación. Más aun, y por algún motivo superior… la vida tiene su propia forma de lograr un equilibrio con todas las cosas. Un plan para todos.»
Acalló su mente. El momento había llegado. A partir de ahora, emprendería la búsqueda de sus amigas. Luego de haber tomado un par de zambullidas, apartada de todos, comió algunas frutas y bebió un poco de agua con miel. Encendió una pequeña fogata y se recostó sobre un enorme pedrusco, observando el fuego. Sus ojos llameaban al compás de las flamas. En ese justo instante, advirtió el cansino andar de unos pasos.
─ ¿Alyséth?
─ ¿Si general? –dijo sin moverse.
─ ¿Puedo…?
─Si general, si puede.
Lanking, se ubicó a un lado con pesadez.
─ ¿Qué harás ahora?
─Iré por mis hermanas, pero antes, debo ir donde mi hija, necesito saber de ella.
─ ¿Sabes?, ignoraba cuánto duraría esta trifulca contra Gudwint y su ejército, por eso envié una partida de nuestros hombres a sellar la aldea cercana a tu hogar, para su correspondiente protección. Y… también, me tomé el atrevimiento de que, un grupo de soldados, escoltasen a nuestro reino, a la familia asignada por ti para cuidar a tu hija.
Una cosa es ver a Alyséth, pelear por una causa, otra es enfrentarla cara a cara cuando algo la relaciona con su hija. Con lentitud se puso en pie.
─ ¿Usted hizo qué…? –inquirió sorprendida. No hizo falta mirarla.
El fuego borboteaba chispazos, al igual que la pasión en el corazón de la muchacha.
─ ¿Hice mal? –contestó con tranquilidad, Lanking, viéndola directo a los ojos.
Inmóvil ante él con sus brazos extendidos a ambos lados, la muchacha le devolvió la mirada. Hubo un tiempo cuando Brisa Roja, llameaba como un volcán herido, destrozando ejércitos y derribando imperios con la sola sujeción de su lanza, su escudo, su inteligencia y su fortaleza admirable. Hoy, es tan solo una madre que disputaba una batalla por el presente de su niña, y un futuro para ambas.
─ ¿Mi hija, está en el castillo? –preguntó con acentuada calma.
─Sí, mi niña, tu hija está a salvo junto con tus amigos. Es por esa razón que hube de preguntarte el porqué de estar sola, a lo cual me llevó a preocuparme por los tales guardianes que dices habitan cerca de ti, con lo que espero no haya habido problemas con los hombres que he enviado a la aldea.
─Bien, nada puedo hacer desde aquí y… descuide, ellos atacarán solo a quienes representen un peligro para los alrededores.
Regresó a su lugar en la roca. Nadie más dijo nada. Minutos después, Lanking indagó:
─ ¿Puedo preguntarte porqué dejaste con vida a Gudwint?
─En este momento la diferencia radica en no volvernos el enemigo –contestó en un aura de absoluta impasibilidad─. He cerrado la puerta al odio, es un lugar de donde no se puede retornar, y usted mejor que nadie lo sabe. Pensé en la venganza. Caería por mi mano, pero en el transcurso… algo surgió y no pude hacerlo. Además, es su hijo. No podía. No debía. Tiene que ser juzgado por sus crímenes como corresponde. Por otro lado, usted debe perdonarlo general. Ya demasiado han sufrido. Todos lo hemos hecho. Esto es algo que debe concluir hoy. Es un círculo que debe cerrarse aquí. No puedo explicárselo con más claridad. Estoy cansada ahora y no puedo seguir hablando más.
Dejó al hombre de batallas, distraído en medio de reflexiones y dilemas, y sin más, se retiró a un lado de la hoguera. Se embozó en su capa, e improvisando un lugar para dormir, se dejó vencer por el sueño, al calor de las llamas.
La noticia de la exitosa campaña voló velozmente como el halcón, hasta el territorio de Durtex. No obstante, sobrios fueron los festejos. Las flores fueron arrojadas sobre las calles, y los bordes de los vestidos de las mujeres, grandes y pequeñas, resultaron cortados y arrojados al fuego crepitante de las hogueras que fue levantado en honor a los caídos en batalla. El sonar de las trompetas y el redoblar de los tambores, fue un triste intervalo en las vacías calles marginadas, cargadas de un espeso sentir amargo.
Kanthya, ha llorado por sus soldados, por sus madres y por sus mujeres. Ha acompañado a todos y a consolado a muchos. Pero ahora, en la intimidad de su palacio, en los cálidos pasillos de su hogar, caminaba con actitud serena, embelesada frente al dulce rostro pequeño de una recién llegada a su corte. Paseaba por uno de los corredores, a la luz de las antorchas, contemplando el milagro más emocionante e indescriptible nunca antes soñado.
Lejos del sacrificio llevado a cabo por una valiente amazona de cabellos negros con tintes azules. La hija de Brisa Roja dormía en los brazos de la reina de Durtex.
«Jamás ─pensó con enorme tristeza─, podré compensar el daño infringido a tu madre. Fuimos ciegos, engañados con mentiras. Se llegaron hasta nosotros con la predisposición de un amigo y se adentraron en nuestra nación. Para cuando nos dimos cuenta del verdadero carácter de esa falsa lealtad, resultó ser demasiado tarde. La trampa que produciría una ruptura en nuestro equilibrio, se proclamó a la vista de todos, dejándonos atrapados como un mortal áspid que se enrosca en el cuello de una débil y desprevenida presa. El consejo debía proveer lo mejor para nuestro reino. Al menos eso creíamos que pasaría. Patéticos ancianos codiciosos, llevaron a nuestra amada tierra a un enfrentamiento por intereses pocos válidos para nosotros. Manipulados por mi padre y por su infiel subordinado, y aunque juzgados por su deshonra y la vergüenza traída a nuestras tierras, bebimos de la apesadumbrada copa de una conspiración, y sufrimos sus terribles consecuencias. Oh, infortunio acto llevado a cabo por manos crueles, insensibles a la piedad, y negligentes ante la justicia. Nosotros hemos sido responsables al no haber sabido escuchar, fuimos intimidados por tales inmundos vasallos al servicio de la ruina y el absolutismo.»
Por una ventana observaba a lo lejos, hacia el horizonte, hacia el lugar donde las estrellas se ocultaban, ante la evidencia substancial de los seres vivos.
─ ¿Duerme? –escuchó a sus espaldas. Su esposo se acercó despacio para no sobresaltar a la niña.
─Sí, ¿no es hermosa?, nada es más poderoso que ver la vida reflejada en el rostro de una bebé.
─ ¿Qué nos pasó, Kanthya? ¿Cómo pudimos ser capaces de tanto?
La niña despertó llorando
─Tiene hambre –contestó la reina con suavidad.
Una doncella tomó a la pequeña llevándosela para brindarle atención.
─No imagino cuánto debe haber sufrido ella –expresó Kanthya─. Todos de un modo u otro perdimos algo. Nuestra integridad, nuestra lealtad. ¿A cuánto hemos sido infieles en lugar de brindar contención a quienes lo necesitaban? Si, fallamos, nos equivocamos, pero ahora, estamos en una posición diferente. Todo esto nos ha servido para madurar y dejar de ser chiquillos en busca de posiciones privilegiadas, y ser quienes somos, con solvencia con equidad. No soy como mi hermana Enid, una guerrera─poeta. He cometido errores y soy consciente de ello. Solo quiero lo mejor para todos, y por ello, debemos ser fuertes, dar lo mejor de nosotros. Somos reyes que no solicitamos el beneplácito de nadie. Y en la actualidad, la razón nos da oportunidad. De aprender. De enseñar. De servir y de ser libres. Por nuestra tierra y por nuestra herencia.
La arrepentida mujer se apoyó en el pecho de su esposo
─Eres maravillosa, ¿lo sabías?
No respondió, su mirada viajó lejos de ahí, más allá de las altas cumbres. Mordent abrazó a su esposa, distinguiendo las estrellas en un cielo despejado, sin brumas, en la simple armonía de siempre, coincidiendo como cada noche con la perfecta ubicación de las luces en lo alto de la gran cornisa.
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