Alyséth

Kay

Antiguos presagios

Cuando el cielo se baña con los primeros rayos del sol, y el océano rompe al instante como un espejo cubierto de reflejos dorados y tonos de fuego, nada iguala el hecho de que ambos ─el cielo y el mar─, han sido dibujados por una misma mano, con rasgos muy singulares.

El uno y el otro coexisten en un doblez de infinito parecer. Sin embargo, distantes y profundos, los dos solo pueden verse por unos breves instantes. El horizonte los distancia en la gravedad de su eterna cumbre, y a pesar de no pertenecer al mismo vínculo, saben que su destino es mantener corriendo el tiempo, a través de las mareas y de las lluvias constantes.


La muchacha, de estatura mediana, cabellos oscuros y mechones rojos. De ojos negros, y de grácil movimiento, nadó con fuerzas a través las aguas cercanas a las rocas, junto a los redondeados asideros, comprimidos y agrietados. El delgado contorno: ágil e inquieto de su figura, dejaba tras de sí, un plateado y burbujeante camino a causa del agitado lecho marino. Lo hacía como una sombra cuando se desdibuja sobre la superficie, y al igual que un grupo de algas es arrastrada por la corriente, para luego ser depositado en las orillas del otro lado de los grandes corales.

En tanto permanecía flotando a la deriva, cerró sus ojos, y escuchó el sonido inconfundible de las olas que rompían contra los arrecifes cercanos. Se sumergió una vez más, y minutos después, decidió salir. Su mirada inquirió en todas las direcciones. Arriba y en los cielos, el chillido de un águila penetró en el ambiente, extendiendo su canto como un silbido agudo que sacudía los aires.

La joven nadadora, observó las nubes, y a su pomposo oscilar debido a las altas corrientes heladas, y también lo hizo con el sol, que ascendía más allá, en un variado amanecer sin fin. Nadó hasta la orilla, y permaneció de rodillas por unos minutos. Recogió un puñado de arena, la contempló abstraída, y dejó que se deslizara entre los dedos. Se incorporó, y comenzó a caminar sobre esos espejuelos quebradizos, diminutos, muy diminutos y de formas irregulares. Avanzó hacia una pendiente de peñas resbaladizas, y subió a lo más alto rozando con sus manos y los pies, los húmedos musgos, pardos, verdes, suaves como pétalos de rosas. Lo hizo con prudencia para no resbalar. Trepó y trepó hasta llegar a la cima. Se detuvo, y se dejó llevar por la formidable puesta en escena de esas laboriosas primeras horas. A su alrededor, el día despertaba en una vertiente de sonidos sobre las murallas, los crestones, y el poderoso rugido del océano.

Caminó hacia el borde del acantilado. Una delicada fragancia, dimanaba de sus tonificados y brillantes cabellos.

Sus músculos se tensaron. No había orgullo ni altivez. Con los ojos cerrados, se dejó embriagar por el inmenso arrullo marino, asimismo, se dejó deleitar con el sonido de su bramido y del poderoso oleaje que rompía en los riscos. La fuerza de esa viva y briosa naturaleza, penetró sus sentidos. Y en esa conjunción de dicha, permitió que el viento envolviera su ondulante cabellera, provocando con el cómplice sol, caprichosas figuras de diferentes tonalidades.

En esa posición, recordó a un mundo lejano y muy propio. La tranquilidad asomó a través de su respiración, en la espera de que toda esa esencia bañara su interior hasta llenarla por completo. Continuó aspirando cada bocanada de aire que el viento dejaba sobre sus labios, como el beso prófugo de un esquivo amante.

Abrió los ojos complacida. Extendió los brazos, cerró sus puños, y arrojó un pujante grito de libertad.

Más allá, el reinante amanecer, estalló con fuertes colores rojizos, escondido en las nubes espesas y vaporosas.

El corazón de la joven sirena, vibró emocionado. Su sonrisa se contagió con la llovizna de la mañana y, sus ojos alcanzaron un vivo centelleo.

Al retornar a la playa, la arena cubrió sus pies mientras danzaba en ella. Caminó con pequeños brincos en la improvisación de un repentino baile.

Ejecutó saltos muy livianos, y continuó con sus manos entrelazadas por detrás de la cintura. Su relato era simple, al igual que su vida, y su presente, no tenía a simple vista, mensajes ocultos, ni botellas con notas dejadas a la deriva. Para ella, no existían los lados grises.

Se arrodilló frente al mar, y de sus labios, brotó una canción cuyas notas denotaban esperanza y valor. Hablaba de continuar, de avanzar sin detenerse. Tomó su melodía, y la condujo hacia su alma, del mismo modo que la arena, es depositada en el fondo del mar, con un tenue destello similar a una redoma de contenido admirable.

En lo alto, el sol trazó dibujos en las esquivas órbitas de las nubes llevadas por el viento. Los vuelos eternos del cielo zanjaban los enormes y altos murallones de los cúmulos, en medio de un eclipse de tiempo, no muy distante.

La muchacha de mirada consistente y relajada, recolectó piedras de colores azafranados, mientras continuaba, entre sonrisas y tarareos.

Le fascinó el oscilar de los pigmentos que afloraban en las rústicas y delineadas superficies de los guijarros, sutiles, dibujados quizá, por manos invisibles al comienzo de los tiempos

Se incorporó con el preciado botín y emprendió su camino. Más adelante, se detuvo. Avanzó unos pasos, luego como si olvidase algo, se detuvo una vez más, sosteniendo con firmeza la valiosa carga entre sus manos, y sin desearlo, unas inesperadas lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. Su corazón se conmovió por la repentina emoción, trastabilló y enmudeció. Recuerdos lejanos casi imperceptibles, olvidados, se elevaban en su interior. Un pensamiento rondó su mente.

«No debo llorar por el pasado, no necesito hacerlo.»

Su pulso se aceleró con suavidad, y entonces, lentamente, la batalla contra la congoja cedió un palmo por cada latido. Inspiró con fuerzas, y continuó hasta llegar a su casa. Acomodó la carga de guijarros en el piso de una pequeña galería y entró a su hogar.

Por la ventana observó las piedras, rememorando las veces que su madre y durante sus cumpleaños, le traía objetos únicos como guijarros, caracoles y variedades de piedras de colores, los cuales dejaba a la entrada de su recamara, para que, al despertar su hija, se encontrara con un expectante mundo de alegría y felicidad.

Un dulce sonidillo la retiró de esos nostálgicos vaivenes del pasado. Su rostro se volvió en dirección a una de las habitaciones del lugar, atraído por el cariñoso e inconfundible lenguaje de las lágrimas, en un muy requerido llamado familiar y próximo.

El diminuto llanto significaba para ella, el aliento, la esperanza, un obsequio con forma de niña pidiendo por ser alimentada. Su pequeña hija, cuya presencia sofocaba el agrio recuerdo de las heridas de su alma.

Presurosa se dirigió hacia ella. La tomó con cuidado y la acercó a su pecho, delicada, suave, con la típica frescura y candidez de un bebé.

Le susurró por lo bajo para calmarla, acurrucada en sus firmes brazos.


No me siento perdida, no estoy abandonada, ni sola,

mi vida está acompañada por el amor, el amor de mi niña,

su cariño me rodea, ella es la que da coherencia a mi existencia,

y por causa suya, soy ventisca, soy luz y alborada,

nadie puede increparme, ni juzgarme,

soy el mar, y sus corrientes, y mi hija es mi fuerza,

la oportunidad que el destino me alcanza,

Estoy anclada y en silencio, nadie puede quitarme lo que soy,

mi vida está contigo, y tú lo estás conmigo, arrebujo del cielo.

Cantaremos y reiremos juntas, correremos unidas al abrigo de las estrellas,

dos grandes amigas, desde el amanecer hasta el anochecer,

sin tiempo, ni edad ni fin,

no conoceremos nunca el odio, no saciaremos su sed, ni le daremos de comer,

habrá de perecer, y no podrá emerger jamás, dentro de nuestras almas.

No ha podido conmigo, porque el amor se lo ha impedido,

él me ha envuelto y me ha considerado suya,

él lo es todo, es el día, es la noche, es el canto de los pajarillos que duermen,

es la corriente que ruge, el bramido del ciervo que llama,

es la distancia que invita, es el viento que trae mensajes al oído,

es mi historia junto a ella, es mi bebé, la niña hermosa, el resplandor en la aurora,

y por tal motivo solo caigo en su contemplación,

sintiéndome muy viva, y muy amada.

Su niña con inocencia garabateó una sonrisa, y el llevar a cabo ese delicado gesto, elevó los cambios de humor y alegría de su madre. Los abanicos del día llenaron de regocijos el ambiente, y los haces de luz del sol, se filtraron llameantes por entre las hendijas de la edificación.

La joven madre, observó entonces, su arco de guerra, construido por una amiga. Potente y pulido, confeccionado con las duras e impenetrables escamas de un dragón negro: su forma tenía el aspecto de dos águilas enfrentadas, y con un aspecto teñido de color rojo y negro.

Lo rozó con sus manos, y distinguió en su mente, un párrafo de la historia de Diana, la veloz y formidable cazadora de los bosques. La única que atrapó a la cierva de las patas de bronce.

«Quizás soy como ella ─pensó para sí misma─, tal vez hoy, mi deber de madre, atiende los pedidos de mi hija, ignorando con ello, los rumores de guerra que se conciben a mi alrededor.»

El corazón de su niña no crecería en la incertidumbre de un presente caótico y conflictivo, ambicioso y brutal. La ambición y la gloria que muchos alcanzaban en un campo de batalla, nunca había logrado atrapar ni mucho menos seducir, a la ágil danzarina de las mareas.

Pero, ¡oh que desdicha! Porque verla crecer consciente en un mundo que se perdía cada día, por culpa de la despreciable codicia del hombre que se creía dueño de todo. La deprimía y se desbordaba de impotencia. Acaso, ¿no habría de hacer nada al respecto? El interrogante la enojaba, era un obstáculo en sí mismo, delicadas decisiones que pesaban en su alma.

Descorrió las cortinas de su ventana, y la luz bañó el interior de su morada, encadenando las paredes al sucesivo esplendor de la mañana.

La pequeña risa se escuchó a través de las habitaciones. Los suaves golpeteos de las manos de la niña daban la bienvenida a la bella amiga matinal, cuya luz blanquecina, esa luciérnaga diurna que se pasea entre todos, se mezclaba aquí y allá, con el polvillo del ambiente y los zigzagueantes rayos del sol.

Afuera, en la cansina lozanía, los árboles sacudidos por la brisa solar dejaban caer sus hojas, las cuales planeaban por todas partes, torciendo sus filamentos hasta llegar al suelo, a las rocas, en la gramilla y sobre los hormigueros.

Las aves cortaban raudo el vuelo, en aleteos que cubrían las breves distancias cerca del suelo. Los murmullos y los trinos hablaban el lenguaje de la libertad, el lenguaje de los que no están sujetos a las limitaciones terrenales; y sus silbidos con expresiones lacónicas, esos sonidos armoniosos, distraídos, cubiertos de los más clarividentes mensajes de la naturaleza, despertaban a los demás seres vivos.

«Todo estará bien ─se dijo, la recolectora de piedras, mientras reflexionaba en la alquimia de su presente─, todo estará bien, nada amedrentará nuestro porvenir. La aventura de la vida es solo mía y de mi niña. Tampoco estoy al borde de una cornisa con mi aura desesperada. Danzo en la vida como una burbuja de agua sobre las hojas sedientas, besando con mi corazón la luz de los pequeños ojos de mi hija. No tengo reinos ni gloria. No poseo los arcones de un naufragio, ni sostengo el tesoro de mil piratas, no cavilo desdicha ni muero por ser amada. Las velas de mi corazón, navegan hacia el horizonte solo escogido para nosotras dos.»

Con predilección, tomó a la niña entre sus brazos, henchida en su pecho a causa de la ternura de esos grandes ojitos que la veían sonrientes.

Caminó descalza, sintiendo el rechinar de las maderas de acacia debajo de sus pies. Las diminutas risillas se escuchaban, en el excluyente instante de cobijo y afecto. Al llegar al otro extremo de la habitación, se apoyó sobre una de las paredes de madera, y se deslizó sobre ella hasta permanecer sentada en el suelo. Cerró sus ojos, y cantó con melodías que hablaban de senderos y aventuras ambiguas, historias llenas de coraje y amistad, de romances, pero también, del amor y cariño de una madre.

Su hija dormía ahora, serena, feliz, protegida y amada. La madre, agradeció al cielo con exclamaciones silenciosas.


El día continuó con su crecimiento. Con el tiempo sin intervalos, regido solo, por la amplitud solemne de un gran velo descubriéndose.

Con sumo cuidado, la muchacha de ojos negros, recostó a la niña en su cuna. Besó su frente y se quedó varios minutos observándola en ese bellísimo estado de quietud.


Momentos después, unos firmes toquidos sonaron sobre la puerta de entrada. Con anterioridad, ya había notado la cercanía de una agitada presencia que no atinó a discernir del todo. Había percibido el de repente acallar de los pajarillos la zona, y las ramas secas que crujían bajo el peso de algo. Disponía de un talento extraordinario para percibir su entorno, sea el lugar que fuese, y en cuestiones referentes a su hogar, esta habilidad se mantenía tan aguda e intensa como los instintos de un lobo cubriendo su territorio.


¡Alyséth! ─llamó alguien desde el exterior─ ¡Alyséth!

Disminuyó los latidos de su corazón y enfocó su respiración.

─ ¿Lanking? ─se preguntó.

Dejó transcurrir unos segundos, a la vez que echaba una ojeada a su pesada lanza grabada, que se hallaba recostada sobre la pared próxima a una de las ventanas. Finalmente, se decidió y abrió la puerta. El viento atravesó el umbral en el momento que la hoja se movió, inundando el sitio con una agradable corriente fresca.

─ ¡Alyséth!, mujer, al fin he dado contigo, mi niña ─un anciano corpulento, un hombre entrado en años, pero visiblemente fuerte que vestía una desgastada pero aún reluciente armadura algo arañada ─producto de una reciente contienda, quizá─; con un par de cicatrices que surcaban su rostro, se presentó delante la dueña de casa. La muchacha observó que portaba el emblema de un reino que le era conocido. Tenía incrustaciones de bronce en sus avambrazos y, portaba una capa de tonos morados.

─ ¡General Lanking! ─respondió sorprendida─. ¿Qué hace aquí? ¿Cómo me ha encontrado?

─No ha sido fácil. Deseaba dar contigo desde hace ratos, pero me extravié, y sin saber cuál camino seguir, me recosté sobre un viejo roble, con el fin de orientarme. Ya abandonaba tu búsqueda, cuando unos labriegos que pasaban por el lugar, al verme, entablaron una conversación conmigo. Uno de ellos mencionó a alguien, una joven doncella de guerra viviendo cerca del mar. Indicaciones más, indicaciones menos, llegué a esta zona. Lo admito… al principio tuve mis dudas, entonces vi a Nirman pastando a un lado de la casa, y eso terminó por confirmarlo.

─Aún sigo sorprendida, general.

─Lo sé, y como ya te lo he dicho, los aldeanos, me informaron acerca de una mujer que habitaba en estos parajes, y si vamos al caso, ¿quién más se atrevería a vivir sola en una solitaria región como esta? ─la aludida no contestó─. Mira, no tengo demasiado tiempo, ¿me dejarías pasar y recuperar el aliento con un poco de agua y miel, si tienes? ¿Por favor?

Alyséth se hizo a un lado permitiendo su ingreso. El viejo general se ubicó en una silla de madera de roble.

La joven anfitriona, le dio un vaso con agua y miel, se ubicó junto a la mesa, y entrelazó sus manos por delante de su vestido. En apariencia debería decir, con la ausencia de una buena descripción, que la muchacha ofrecía una relación semejante a una simple mujer de aldea. Su blanco vestido de seda con bordados en oro cubriéndole el cuello y los hombros, de mangas cortas, que le llegaban hasta las rodillas, no confería el aspecto de quien hubiera podría haber pisado jamás, un campo de batalla.

Con sus pies descalzos, y una actitud vulnerable, con su rostro bien delineado con el característico rasgo sajón y delicadas líneas curvándose sobre sus mejillas, de labios medianos, bondadosos y seductores, piel blanca y unos ojos tan profundos y oscuros como la misma noche, no denotaba más allá de los veintisiete años.

El veterano recién llegado, se bebió todo el contenido de un solo sorbo. Luego dejó el vaso sobre la mesa. Apoyó sus manos una en cada pierna, y en ese preciso momento, se percató de algo.

Una cuna de madera de roble, entretejida con delgados brazos de mimbre, un dosel que sostenía una tela de lino fino como protección contra los insectos y, varios listones de tonos rojos y azules que colgaban de las esquinas.

─ ¡Por todos los cielos! ¿Es tu bebé? –preguntó sorprendido. A punto estuvo de incorporarse e ir en dirección de la pequeña cama, cuando ella se le interpuso en el camino, sin apartar sus manos del frente de sus faldas. El general comprendió el mensaje y suspiró con una sonrisa.

─Gracias por la bebida, mi niña –expresó, regresándose a su asiento.

─General. ¿Qué está haciendo aquí? –replicó con amabilidad, la muchacha.

─Cierto. Verás… no he venido solo a estos territorios, mis hombres, unos mil para ser precisos, se encuentran acampando lejos de aquí. Fuimos emboscados, por nuestros enemigos del sur. Y apenas si hemos podido cruzar esa región, y…; no es mi deseo sobresaltarte con esto. Pero necesito tu ayuda, Alyséth. Necesito que lleves un mensaje a nuestro reino, por favor.

La joven anfitriona no podía dar crédito a lo que escuchaba. De buenas a primeras, alguien que no esperaba recibir en su casa, se hallaba enfrente de ella, con el propósito de reclutarla para una posible confrontación. Se apartó hasta la ventana, y sus ojos llenos de vida ahora tenían una ligera estela sombría. Contempló en silencio el mundo exterior, a los árboles, cuyas ramas se mecían al compás del ulular del viento, y al mar más allá, extenso y misterioso. Inclinó la cabeza por unos segundos, y alzó de nuevo su mirada. Aspiró profundamente y se volvió hacia el corresponsal de guerra. El invitado sintió una ligera y aguda impresión, al ser confrontado por un semblante que carecía de amabilidad.

─General, busca respuestas con la persona equivocada. Respeto su integridad y la causa a la que representa. No obstante, intentaré explicarme con palabras sencillas… No he sido expulsada de la orden, para luego regresar. Con todo y a pesar del dolor, y el desengaño al que fui sometida, estimé oportuno mi partida. Usted mejor que nadie debería saberlo, dado que fui desterrada con violencia, manchada de injurias, víctima de una despreciable ultranza maquinada desde adentro, por seres tan inescrupulosos como malvados. Mis hermanas y yo, fuimos inculpadas, traicionadas. Y usted no estuvo allí para defenderme, ¡a ninguna de nosotras! Su propio hijo nos incriminó, y nos trató como si fuéramos unas reas…; a pesar de que nada tuvimos que ver con el asunto. Ahora viene de repente, hasta mi hogar, pidiendo que regrese a lo que antes fue después de todos estos años. ¿Usted viene a mi inquiriendo por un favor...? Después de todo este tiempo, ¿viene a mí solicitando que lo ayude en una revuelta que no me corresponde?

El hombre se incorporó, escogiendo bien sus palabras.

─Solo soy un viejo general en una misión. No pido tu perdón. Soy responsable de tu exilio y lo entiendo. Responsable de todas ustedes. Sin embargo… Gudwint, ha optado por emparentarse con la codicia, y nos ha traicionado a todos. Debes saber que se ha aliado con los reinos del sur, y en su ambición, no escatimó en abandonar su familia y a nuestros bienamados reyes. Y a raíz de todo este alboroto de mal gusto y perversiones anquilosadas, su madre enfermó y yo… bueno, fui enviado a proteger las fronteras del norte. El muy pedante, se rindió ante el poder de la conquista. Se alimentó de la desgracia de los demás. Pero… a pesar de toda esa vil irresolución, su cobarde conspiración, aquella que efectuó en tu contra, quedó al descubierto. Y habrás de saber, además, que castigamos a los culpables. Todo ha sido resuelto. Olvidado.

─ ¿Resuelto ha dicho? ─los magníficos ojos de Alyséth centellearon de enojo─. General, por favor… Yo comandé cada una de sus legiones y siempre fui al frente de todas, velé por cada soldado bajo mi mando, me esforcé por llevarlos de regreso al reino y lloré por los que cayeron en batalla. ¿Olvidado dice usted? Dígame, ¿cuál fue nuestro atropello contra el reino? ¡Respóndame por favor! ¿Dónde han quedado mis hermanas? ¿Qué han hecho con ellas? ¿Puede decírmelo, general? ¿Puede decirme qué han hecho con mis hermanas?

El hombre se incorporó agobiado por todo el tema en cuestión, caminó con pesadez, tratando de comprender los sentimientos de su anfitriona. Sintió el peso impuesto por una querella fuera de su voluntad.

─Mi niña… sabes bien cuanto te aprecio y… debo ser la última persona a la que quieres ver…; pero, me urgen órdenes de Mordent de llevar a cabo esta campaña. Lo hacemos para evitar la invasión a nuestro hogar. No podemos permitirnos fracasar. Muchos dependen de nosotros, todo el reino lo hace. Todas buenas personas, con familias, niños, mujeres que han dado lo mejor por el lugar. Lo conoces muy bien, sabes el tipo de pueblo que son... –hubo de sentarse otra vez, él lo sabía bien, no sería fácil persuadirla. Y en caso de ser rechazado por ella, no sería por odio. No. Su negación, respondería más, hacia el enfado, la vergüenza y la humillación a la que alguna vez, fuera sometida de una manera tan indigna como inescrupulosa─. Por favor Alyséth, todo ha sido dispuesto en una enorme campaña que terminará con toda esta anarquía, y es por eso que… te necesitamos. Siempre has sido la más avezada, superando incluso por mucho, a mis mejores hombres.

─ ¡General, basta! Usted sabe bien que no me agradan ese tipo de palabras con la cual alguien se melopea con facilidad ─la joven sajona lo miró fijamente como no deseando sino una sola cosa en la vida, rayando en lo urgente─. Permítame hacerle una observación. Usted me conoce, y para mí siempre ha sido un buen hombre, hubiese hecho cualquier cosa por el reino al cual amé y aún amo, sin embargo, hoy, me surgen nuevas prioridades. Antes de guerrera, soy madre, por encima de todo lo soy, y eso es algo que me lo he prometido, y se lo he prometido a esa bebé que descansa en la tranquilidad de nuestro hogar. Jamás volvería a derramar sangre, sea cual fuese. No es el futuro que deseo para mi hija. La guerra, lo quita todo. Es algo que ambos sabemos. Ya he pasado por eso general. Sufrir la traición, aceleró mi futuro y nada me moverá de mi posición actual… lo siento. Si pudiera considerar ciertamente las coyunturas de nuestro proceder, y ser concisos al generar deducciones en determinados momentos, sin permitirnos caer en la invidencia del egoísmo, creo que… podríamos pasar por la vida con criterio y coherencia, alejados del veneno de esa hosquedad que germina en los repentinos cambios de parecer ─regresó a su silla y apoyó las manos sobre sus faldas─. Todos cargamos con culpas, y por esa razón, tampoco le reprocho nada, y precisamente eso, es poco importante para mí ahora. ¿Sabe…? He estado en más de una oportunidad en ir en pos de mis hermanas. Es solo que… no he sabido cómo, o tal vez sí, de todos modos, y a causa de mi pequeña, no he podido concretarlo.

Su decisión, lo cual fue acertada, no dejaba lugar a dudas. El hombre asintió sintiéndose viejo, arrepentido y molesto. No habría forma de inducir una propuesta en esa mujer que no sobrepasaba el metro sesenta.

Alyséth, reflexiva, se volvió hacia su hija recordando sin poder evitarlo, aquellos sucesos acaecidos en años anteriores.

Tiempo atrás una retorcida estratagema llevada a cabo en el castillo Durtex, había alojado sospechas en las adiestradas mujeres, muy cercanas a los reyes.

Envuelto en celos y sediento de poder, el hijo del general encabezó una rebelión a espaldas de todos. Con hombres involucrados en revueltas y asedios, asesinos, perros de caza, parricidas, sacrílegos, carroñeros en busca de una paga, sin importar a las órdenes de quien servir, se encargarían de cumplir con sus entramadas maquinaciones.

Alyséth recordó esa oscura penumbra en una fría y lejana noche ventosa.

Como de costumbre, custodiaba la parte más alejada de la fortaleza, en la parte norte junto a la fuente helénica.

La joven sajona siempre había gustado de la guardia nocturna cuando todo se aquietaba, y en el cielo se manifestaba la grandeza de sus estrellas. Siendo comandante de mil, le agradaba pasar tiempo recorriendo los formidables muros de la fortaleza, esto le permitía aclarar sus pensamientos, soñar, e imaginar cómo serían las distantes regiones fuera de las murallas del castillo.

La acompañaban siempre, unas fuertes mujeres sajonas como ella, educadas y adiestradas, indómitas y sagaces, feroces en batalla y leales hasta el fin. Sus hermanas con quienes compartía una vida en común. Un vínculo inquebrantable.

Cierta noche, una repentina ventisca las sorprendió. Las ráfagas de viento y agua bloqueaban la visibilidad. La lluvia mezclada con fuertes rayos que golpeaban los cielos nocturnos, les cayó encima con artimañas y mordaces planes de conspiración.

Junto a sus hermanas, Almenath, Myronish, Selmyth y Biconish, vigilaban en conjunto toda esa área.

«Lo recuerdo ─pensó─, el sonido externo, de alguien tocando al portón. Lo recuerdo como si fuera hoy.»

─ ¿Ves quién es? ─preguntó Myronish dirigiéndose a una de las almenas.

─ ¡No distingo lo suficiente, pero creo que es un hombre! ─respondió Alyséth, desde el piso superior, encaperuzada en su túnica.

La copiosa lluvia ─miserable lluvia─ complicaba todo el panorama. Y por causa de ello, no podía distinguirlo muy bien desde lo alto. Las antorchas bailaban esquivamente intentando escapar del frio húmedo. La amazona, agudizó sus instintos, llevando su visión más atrás del visitante hacia las laderas superiores, donde los árboles segregaban unas espectrales sombras acechantes.

Los sonidos insistentes que repiqueteaban fuertes del otro lado de las portezuelas, y el constante aguijón en los instintos que alertaban del peligro, reforzaban la idea de un mal presagio.


«¿Cómo podría saberlo? ¿Cómo habría de percatarme de que todo no era sino una maniobra oscura oculta en esos precipitados momentos?»


─ ¿Quién va? ─interpeló Myronish.

─ ¡Soy Gudwint, mujer! ─respondió con arrogancia el recién llegado. El soberbio hijo del general de armas y legiones, Lanking.

La inconfundible voz del estigma nocturno, el enojo lacerante hendiendo el alma, y las agudas percepciones de todas abatiéndose sobre el entorno.


─Lo recuerdo bien ─se dijo, mientras apoyaba sus manos en la cuna.


Las alertas de su amiga Selmyth, la inquietud, la duda que atrapaba los interrogantes, el diálogo entre ellas, y el obstinado repiqueteo del ardid por cumplir con prontitud un plan nefasto. Las jóvenes iban y venían por los pasillos superiores, vigilantes, desconfiadas, en un esfuerzo por penetrar las necias y densas brumas oscuras fuera de allí.

Sus recelosos instintos gatillaban advirtiendo de un posible y oculto vaticinio. El espíritu siempre expectante del centinela, no se podía estar quieto.


─Algo no anda bien, lo percibo ─dijo Almenath.

Con cautela, dirigieron sus voces unas a otras. Ellas mejor que nadie, conocían acerca de los descuidos que se predisponían a las tragedias. Inclinaron sus cabezas por encima de las almenas, y palparon incesantemente los negros corredores que la lluvia dejaba tras los remolinos del viento caprichoso.

─ ¿Qué haces a altas horas de este lado del castillo? –arrojó Alyséth, a quien nunca se le conoció por ser discreta─ ¡Conoces la ley, nadie después de pasada la medianoche, puede ingresar!

Casi podía palpar en el aire, la ponzoña del áspid y la mortal cerrazón siniestra embozada cerca del muro. La aguda sensación que se disparaba al igual que una flecha llena de moribundos engaños y de afilados dientes.

─ ¡Alyséth!, ¿Qué hacemos? –preguntó Biconish─. Deberíamos avisar al encargado en jefe, no importa quien sea, no podemos abrir el portón antes de su supervisión.

─ ¡Vamos mujer! ¡Abre ya, esta maldita cosa! ¿Qué esperas? ─refunfuñó Gudwint.

─ ¡Alyséth, iré avisar al encargado! –propuso Almenath.

─ ¡Subiré a la otra almena para acompañarte! –sugirió Myronish.

─ ¡Por ahí! ─Señaló Selmyth a su amiga.

─ ¡Niña, por nuestro bien, busquemos al comandante en jefe!


«Estúpida ingenua y presumida. ¿Cómo pude no apoyarme en ellas? Se suponía que yo debía guiarlas y protegerlas.»


─ ¡No! ─respondió Alyséth encima del mirador, anteponiendo la confianza antes que el buen juicio─ Abriremos, no molestaremos al encargado, luego iremos por el cambio de guardia.


«Inepta, incrédula, nos entregué a todas. Todo fue mi culpa.»


Las jóvenes sajonas se replegaron hacia atrás en abanico, alertas, mientras los hombres encargados de abrir y cerrar el portón, comenzaban su labor. Los goznes chirriaron y un golpe de agua y viento ingresó como un alud malvado, sediento de venganza.

Alyséth descendió con prisa de su posición, y ese fue tal vez su error, en el afán de enfrentar cara a cara a su interlocutor, no advirtió la proximidad de las sombras que se deslizaban cerca de los muros. Y los vigías apostados en los alrededores que eran los encargados de dar la alarma ante cualquier imprevisto, parecían haber difuminado en medio del turbión, como si se hubieran apartado para refugiarse en alguna parte, lejos del intolerable aguacero y del engaño canalla listo a concretarse.

En los espesos nubarrones los truenos se sucedieron sin cesar, y un súbito altercado dio inició contra las sorprendidas mujeres. Con un descomunal bramido que sacudió la noche, cerca de una treintena de hombres brutales, que vestían pieles de animales y armaduras, con grandes espadas y lanzas, arremetieron con fuerza sobre las puertas entreabiertas, en un enmarañado cruce de espadas que cortaban los aires.

El grupo aullante buscó ejecutar una arrolladora y confusa trampa. Las amazonas, sin embargo, resistieron sin replegarse, defendiendo cada palmo de su terreno, con sus lanzas y escudos, sin permitir que la perplejidad dominara la situación.

No hubo tiempo para pensar, el enemigo estaba aquí, la acción era el camino a seguir, las preguntas vendrían después.

─ ¡La alarma, debemos dar la alarma! ─gritó Biconish─. Pero la furiosa arremetida de los infieles, no se los permitió.

Enloquecidos, los perpetradores, envueltos en su hambre por invadir con sus ojos desorbitados, se agruparon rodeándolas entre aullidos bestiales, ebrios de destrucción, babeantes en su demencia, en contraste con el aura de coraje que envolvía el ímpetu de las guerreras. Con firmeza se plantaron en su sitio, dispuestas a todo, y al igual que unos buitres carroñeros, los intrusos se relamieron al verlas pensando que serían un buen botín para ellos. La turba profirió insultos y gritos contra las advenedizas mujeres.

Erizados de espadas y pesadas jabalinas embistieron a las amazonas. Éstas, lejos de amilanarse por la bravuconería sucia y armada, se abrieron paso con sus dientes enclavijados, derribándolos hacia uno y otro lado. Los tacones de sus botas se afirmaron en el lodo negruzco, resistiendo con fuerzas, toda esa inesperada locura desencadenada.

Con un brioso empuje, las vigías avanzaron con violencia a través de ese trozo de oscura rebelión. Escudos y lanzas, lanzas y escudos. Los alaridos de ira estallaron, golpeando en el espejismo de la noche. Los escasos guerreros que las acompañaban en ese crucial momento se redujeron en número, hasta que al final solo ellas y algunos portoneros quedaron de pie.

─ ¡Levanten los escudos! –gritó Almenath, a través de las confusas tinieblas que sacudían los bastiones. Las osadas mujeres, entre la sangre y el lodo, impresas en determinación, acometían con denuedo contra ese delirio de filos y muerte.

Alyséth buscó a Gudwint, pero este ya se había escabullido. Continuó hombro con hombro, exigida al límite en ese manto de locura desbordante. Sus ojos se habían vuelto abismales, en tanto golpeaba con furia al frente de todas, destrozando las defensas de sus enemigos, y abatiéndolos sin descanso. Sus hermanas la siguieron a través de la negra espesura de la contienda,

De repente, un alarido preocupante resonó por la lúgubre oscuridad, fue una llamativa y conocida voz. Como una bien estudiada trama, el cerco se cerraba con piedras de mentiras sobre los corazones de las defensoras. El negro firmamento se agitaba en medio de los fugaces relámpagos.

¡Traición! ¡Traición! ¡Traición! ─se escuchó por todos lados.

Los pocos soldados responsables del cuidado de ese lado del castillo y los portoneros, caían uno tras otro, pero las jóvenes mantenían su posición con colérica furia, mitigando a los asediadores, obligándolos a retroceder. Y en ningún momento hubo estupor en ellas. Ni tampoco existió el desconcierto. Los invasores debían ser detenidos, eso era todo, y sin importar la desesperante situación a la que se enfrentaban, no cederían ni una longitud de sus lugares.


Instantes más tarde, los escasos sobrevivientes responsables del ataque, escapaban al abrigo de la oscuridad. Todos maltrechos, huyeron hasta ser devorados por la inmensa oleada negra de agua y viento que golpeaba los alrededores.

Exhaustas, las jóvenes guerreras, sangrantes, empapadas en sudor y agitación, mantuvieron sus miradas en el exterior, lugar hacia donde huyeran los extraños invasores.

La farsa estaba cerrada, Gudwint con un grupo fiel a su inescrupulosa actuación, se llegó hasta el lugar, y rápidamente, se enlodaron los rostros y el cuerpo.

Se untaron sangre en sus armaduras, y del mismo modo, lo mismo hicieron con sus armas. Las mujeres inquirieron unas en otras, forcejeando en sus mentes, sin lograr entender, que podría significar toda aquella representación ilógica.

De cabellera negra, mirada obtusa y turbia, sin porte para el estoicismo o conformar un lugar en el ejército real; mucho tiempo atrás, el hijo del general, harto de vivir en el anonimato y deseando dar fama a su nombre, se lanzó a redirigir su vida, asociándose con un reino enemigo por gloria y riquezas.

─Condenada porqueriza de santulones y mujerzuelas ─había dicho en cierta ocasión, cuando a Alyséth se le encomendara el cargo de comandante de mil─. Es solo una mujer. ¡Los hombres somos muchos y más capaces para dirigir las fracciones del ejercito durtexiano, que una orgullosa amazona que no tiene clase ni los debidos comportamientos hacia la nobleza!


Al presente, y para que su plan funcionara, no debería haber testigos. Empero, tal desacierto, no sería necesario, dado que los soldados y demás defensores, yacían muertos a la entrada de la fortaleza; con excepción de las jóvenes guardianas, a quienes se les haría responsable de tal intromisión. Ese sería el camino a seguir.

─ ¡Captúrenlas! ─ordenó Gudwint a sus secuaces. La contrariedad tomó por sorpresa a las desprevenidas mujeres, quienes se rehusaron rearmándose para combatir. Tras lo cual, el maquinador expresó abiertamente─. ¡Son soldados de la guardia imperial de la reina! Y ustedes conocen la pena por atacar a uno de ellos.

─ ¡Bajen sus espadas! ─ordenó Alyséth a sus hermanas.

─ ¿Qué… significa todo esto? ─inquirió Almenath.

─ ¿Qué es lo que te propones hacer? –cuestionó Alyséth.

─ ¡Perro insolente te atreves a tocarnos! –exclamó Myronish.

─ ¿Qué está ocurriendo? –gritó enojada Selmyth.

─ ¡Depongan sus armas sajonas! ─demandó el hijo del general.

─Perro infeliz, no sabes con quienes tratas ─espetó enojada Myronish─, te asesinaré si te acercas.

─En ese caso mi ardiente doncella, ─dijo entre dientes Gudwint─, no solo a mí sino a todos estos hombres que como sabrás la mayoría tienen familia.

─ ¡My! ─exclamó Alyséth─. ¡Baja tu espada!

─ ¿Qué rayos sucede? ─reclamó con fuerzas Biconish.

─No podemos hacer nada, estoy desconcertada, tal vez Mordent nos aclare si nos entregamos ─propuso Alyséth.

─ ¿Estás loca, pequeña? ─expresó con disgusto Myronish─. ¡No hemos hecho nada! ¡Nuestra sangre está aquí Aly, aquí en el lodo! ¿La ves? Hemos dejado caer cada gota por este lugar…; ¿y ahora nos tratan como criminales? ¿Qué clase de porquería es todo esto?

─ ¡Myronish! Por favor, estoy tan confundida como todas, pero no podemos concluir en otra batalla más. Solo debemos llegar al fondo de este confuso incidente.

Con desgano y expresiones de zozobra, las aturdidas amazonas depusieron sus armas, enterrando sus escudos por la punta en el lodo y sus lanzas del mismo modo.

─No lo entiendo… ¿Qué es lo que estás tramando Gudwint? ─indagó Alyséth

─Lo que debería haber hecho hace mucho, quitar el estorbo de mí camino─ ¡Llévenselas!


El resto es historia. Nada difícil de juzgar, los intrusos, sajones desterrados de tribus violentas eran la prueba evidente, al menos de una parte, de la etnicidad de las comprometidas amazonas. ¿Lo demás?, fue atar cabos aquí y allá, y simplemente las asociaron con presumible ataque. Quitaron a Alyséth junto a sus hermanas del comando de las legiones, con lo cual redujeron la efectividad de la armada Durtexiana. Levantaron cargos en su contra y enseñaron evidencia de traición, con lo cual y en dicho proceder, el asunto sellaba para siempre, el camino de las arrojadas mujeres.


El recuerdo agrio de aquellos sufridos días, desagradó a Alyséth. Con sus manos, se sostuvo impotente sobre las barandillas de la cuna entanto evocaba los apremiantes sucesos. La injusta acusación. Los falsos testigos comprados. El rey y la reina ausentes del reino por un breve lapso, debido a un repentino viaje que debieron realizar por cuestiones diplomáticas. Abrió paso para que, Gudwint, dispusiera de lo necesario para ejecutar su ambicioso plan.

Y para cuando todo hubo terminado, y pasado el tiempo con lo soberanos ya de regreso, se dieron a conocer los informes correspondientes.

Los reyes, incapaces de aceptar tal cuestionamiento que dictaba el proceso de encarcelamiento, y debiendo admitir la traición frente a los hechos presentados por todos los demandantes, muy a pesar de la reina que no quiso participar de la asamblea donde se llevaba a cabo el juicio en contra de las jóvenes guardianas, se dictó la sentencia.


«Nada de preguntas ─reflexionó Alyséth contemplando el rostro de su hija─; ninguna clase de cuestionamientos. No. no se detuvieron a ver de qué se trataba todo. No existía demasiada diversidad en el asunto. Únicamente varias amazonas culpables en medio de un pastel de zarzamora pestilente.»


Y tanto ella, como sus hermanas, protestaron sin cesar en favor de su defensa. Más, los fallidos argumentos del hijo del comandante de legiones por deshacerse de las amazonas, fue lo único que permaneció como la principal voz representante delante del supuesto crimen de traición. Su enfoque era bueno, notable, arraigado al carácter de un buen ciudadano preocupado por los demás. Toda una miserable exposición plagada de vergüenza y amargura. Y, de todo está desdeñable farsa, surgió una prolífica misantropía digna de una incrédula ovación. Todo esto hace más de dos años.


─Tan ciegos estuvieron ─expresó entre dientes─, que no vieron con claridad los hechos formulados.

─Lo lamento, Alyséth ─se disculpó el general, consciente de la afligida situación en la que había puesto a la dueña de casa, al traer a la memoria el lamentable conflicto─. Lamento por todo por lo que has atravesado.

─ ¿Tiene noticias de mis hermanas? ─preguntó ella con severidad, cambiando el eje de la conversación.

─Lo último que sé, es algo acerca de un traslado a través de varias direcciones, y según nuestra reina, existe una posible ubicación.

─ ¿Él… está involucrado?

─ ¿Cómo dices?

─ ¿Gudwint, viene con la ofensiva? ─inquirió con firmeza.

─ ¿A qué te refieres?

─General, ¿él es parte de esta intrusión?

─Si… lo está.

─Llevaré ese estúpido mensaje, e iré tras él.

─Alyséth…

─ ¿De cuántos hombres dispone el ejército de Gudwint?

─Un poco más de tres mil hombres de a caballo, y su correspondiente infantería. En total, presumo que su número es de unos… cinco mil aproximadamente.

─Los nuestros y de cuántos días disponemos.

─Tres mil, si vamos con tiempo, y un par de días no más, el resto permanecería para custodiar el reino.

─ ¿Cómo?

─ El grueso de la armada de Durtex lleva más de dos meses, apoyando una coalición. No preveíamos un ataque a nuestra región. El rey en vista de no percibir peligro alguno para nuestra nación y a pedido de los reinos del oeste, ofreció su ayuda enviando gran parte de nuestras fuerzas.

─ ¿Curioso no le parece? –dijo suspirando histriónicamente─. En fin, estamos superados en número. No interesa. Iré hasta Durtex y regresaré con los hombres. Pero primero, deberé visitar la aldea que se halla próxima aquí. Buscaré a alguien para que se ocupe de mi hija. Espéreme en el cruce norte, cerca de los juncales. Y no me lo agradezca. Lo que haga lo haré por mí y mis hermanas.

La severidad de la joven madre lo llevó a no proferir palabras. Asintió con la cabeza, percibiendo cierto confort por la respuesta dada, pero también notó la seriedad con la fue que declarada. Algo lo llevó a temer por su hijo. Recogió su yelmo y abandonó el lugar. Alyséth, con las manos en la cintura sopesó la situación. Dejó caer los brazos y apretó los puños. Enseguida se ocupó de su hija.

─Tú eres lo más importante para mí, bebé ─expresó sosteniéndola en brazos. Al segundo arrugó el entrecejo─. Mm… veo que deberé mudarte de pañales.

La aldea se encontraba a poca distancia de su hogar, solo un par de millas. No los conocía a todos, pero si lo suficiente como para considerarlos de confianza, en particular, un matrimonio que contaba con su aprobación. Nihira, una joven como ella, casada con un hombre que provenía de la ciudad de Aljab, representaban la única amistad en todo el condado. Ambos eran padres de dos niños.

Años atrás, Nihira, había servido en la corte de Denaxos, como primera dama de compañía de la reina y como un integrante de la escolta personal de la misma. Alyséth, por su lado y en otro tiempo posterior, también había juramentado sus votos como miembro del ejército denaxiano, constituyéndose por aquel entonces, en jefe de quinientos.

Debido a esto, ambas mujeres no solo las unía el vínculo de haber pertenecido a un mismo lugar, sino que, además, compartían una sólida amistad.

─Será por unos días, ─mencionó Alyséth─; tú has estado conmigo y ella ya te conoce. No habrá problemas con eso, solo no le hagas los gustos, en especial aquellos relacionados con miel.

─Quédate tranquila Aly. Yo me ocuparé ─agregó Nihira, de cabellera rojiza y ojos castaños─. Nada más, cuídate, ¿sí?

La aludida besó en la frente a su dormida hija y con el corazón oprimido, se puso en marcha.

«Me siento atrapada de nuevo. Obligada a cumplir con tareas que escapan a mi control. Me prometí a mí misma, no incursionar de nuevo en un campo de batalla. A pesar de ello, si no intervengo, puede que esta amenaza llegue hasta nuestras tierras, y por último, a nuestro hogar. Y no puedo permitir que eso llegue a suceder.»


Regresó a su hogar, y rebuscó debajo de su cama. Con esfuerzo, extrajo un rústico baúl de hierro y madera de haya. Dicha arca, contenía, entre cosas, las prendas que solía vestir para la batalla, tal como: botas de cuero que le llegaban por encima de las rodillas, con suela y tacones de hueso de dragón negro. Un pantalón de cuero pardo oscuro con varias abrazaderas de plata y bronce que le ajustaban parte de los muslos. Los avambrazos de cuero, revestidos con láminas de bronce; diversas camisas de seda de triple textura; dagas y espadas medianas, cotas de mallas ligeras de acero y un par corsé de hueso seco, diseñados especialmente para la batalla, así como una capa con caperuza de color negro.

Al pasar la mano sobre sus pertenencias, sintió el sabor ácido que, en ocasiones, manifestaba su garganta en momentos como estos. Empuñar una espada, significaba una sola cosa… matar, segar vidas para que otros pudieran continuar existiendo, en pos de una causa que por lo general le era ajena, pero que debía proteger en beneficio de muchos.

Un gesto triste la embargó al recordar a su hijita. Se repuso al siguiente, pensando que todo aquello, podría llegar a valer la pena sin con ello lograba dar con sus hermanas.

A la cabecera de su lecho, se encontraba silenciosa, dormida, aguardando el tiempo oportuno de la batalla, su espada de doble filo de dos kilos de peso, con una espiga construida con hueso de dragón y de color negro, el pomo de forma circular con un botón rojo en el medio, y la cruz que sobresalía hasta doblarse levemente un par de centímetros hacia abajo en dirección de la hoja. La misma, fue forjada en un caldero cerca de un volcán.


«Despierta amiga de mis senderos. Despierta y abre tu filo al llamado que viene, y disponte a cortar la maldad de quienes vienen a robar el sueño de los inocentes.»


Vistió un vestido de seda negro con cuatro texturas, otra polera de seda negro cuyo diseño portaba un águila impresa de color blanco, y unas calzas negras. La cota de malla única de relieves hechos a base de acero y bronce, que cubría su vulnerable torso, así como también, sus brazos y los hombros. La armadura negra y blanca forjada en acero y bronce, y los anchos avambrazos.

Vistió, además, su cofia de acero, y el temible casco negro que muchos conocieron en los campos de batallas, con una abertura únicamente para sus ojos, y una delgada hoja saliendo del frente arqueándose hacia atrás por encima de este.

Tomó su arco, el carcaj con flechas fabricadas por ella misma, su pesada lanza corta, y fue por Nirman su caballo persa, a quien cuidó desde potrillo. Poco después, ponía rumbo al cruce de caminos donde el general la aguardaba. En su mente había ideado un plan y al abandonar su hogar, no miró hacia atrás; en cambio dejó una oración por su niña, segura de saber que estaba en buenas manos.

El galopar de la veloz montura azabache, recorría el sendero polvoriento, al igual que una mancha sobresaliendo bajo el sol caliente del mediodía. A la distancia, la joven sajona divisó al jinete. La armadura del general arrojaba destellos a causa de los rayos del sol, como si fuese la visión de un espejo fragmentándose a lo lejos.


─Gracias por venir, mi niña, ─ dijo entregándole los sellados papeles.

─ ¡Volveré para estar en la batalla! ─sentenció, y de inmediato emprendió el galope. A lo lejos, el sol se estrellaba con su fuego en el mar, entibiando la superficie.

«Es el único modo de animar a nuestro ejército ─meditó Lanking─. Al momento que la vean, infundirá el aliento necesario a las tropas, eso inspirará a nuestro reino.»

Se quitó el yelmo y pasó el dorso de su mano por el curtido rostro.

«Queman las heridas mi niña, como el hierro al rojo vivo quema la carne, y queman en mi espíritu, la desventura de un pobre accionar que puso en aprietos tu liderazgo entre los nuestros y la seguridad de todas tus hermanas. ¡Y cuánto lamento que sea mi hijo quien haya empuñado la hoja del verdugo para cercenar la cabeza de una unidad que tanto importó y sirvió a nuestro reino!»

La muchacha cabalgó deteniéndose solo para que el animal descansase, y para beber de los arroyos, esos oasis cristalinos como laminas, que permitían entrever la pureza del agua junto a las alisadas piedras en el fondo. Con gusto se hubiese quedado más tiempo para disfrutar a solas de esa gran región, deleitarse en el verde de los musgos, los helechos en sus cimientos y los abundantes peces. Pero no disponía de esos instantes placenteros, excepto un momento para refrescarse, y la encomienda de llevar un mensaje de guerra a un lugar al cual hubiera preferido no regresar jamás.


Durante el trayecto, se detuvo unos minutos para analizar las posibilidades a la sombra de unos gruesos olmos. Reflexionó acerca de la idea que tenía para atrapar a Gudwint, capturarlo sin venganza, lo cual sería la oportuna estrategia que la conduciría a cumplir con el insondable cuestionamiento que por tanto tiempo la había acompañado en sus razonamientos. Con ambas manos se despojó de su yelmo, le urgía respirar. Luego de unos segundos, sus sentimientos comenzaron a alinearse, permitiendo que su corazón se llenara de esperanza por sus hermanas y de fuerzas para llevar a cabo su cometido.

Tales pensamientos le gestaban una promesa. Y en ese estado, retomó el camino, entretanto el atardecer, se perdía detrás de su sombra. Durante la noche, acampó junto al abrazo del fuego, en un recodo que conocía y que la ocultaba de posibles miradas furtivas.

Durmiendo solo lo suficiente, continuó al día siguiente, apartándose de los claros, pero cerca de los senderos rocosos, y evitando los sitios cómodos para cualquier tipo de emboscadas. Y para cuando la noche la alcanzó, prefirió continuar.

Dos días distaba del castillo. Dos días habían transcurrido para que una nueva etapa comenzara en su vida. Y al divisar el territorio de Durtex, sus emociones volaron lejos, hacia años anteriores que se elevaban en las cornisas de los recuerdos, hacia unas enormes columnas extrañas que le hablaban en susurros y se perdían en los vericuetos de los días. El esqueleto de lo que había sido, la ansiedad, y el abandono que hubo silenciado sus reclamos frente a los insanos moradores de la fatalidad.


El anochecer la atrapó cerca de los alrededores, en las proximidades del castillo. Decidió menguar su cabalgar, a pesar de la aprehensión que empujaba su pecho. Atravesó el centro de la aldea circundante al palacio, y sus ojos inspeccionaron las edificaciones levantadas en piedras unas, de madera otras; las callejas y las plazas que dormían bajo el crepúsculo. Todavía se podía apreciar la concurrencia de algunos aldeanos y de los soldados de turno que realizaban sus rondas. Uno que otro perro olisqueó su marcha, un par de ebrios la saludaron con reverencia, y más adelante, los centinelas encargados del acceso al bastión, le salieron al encuentro. Luego de enseñarles los papeles, le indicaron que prosiguiera. Extrañamente ninguno la reconoció.

«Mejor así»

Las gruesas murallas, lanzaron sobre la joven, una inquisitiva reacción al pasado. Dirigió su mirada hacia las pesadas puertas, el puente y las orgullosas torres de roca maciza. Una vez más, detuvo su andar, y esta vez a la vista de los moradores del castillo. El caballo pifió y resopló inquieto.

─Lo sé, Nirman, te has dado cuenta de mis nervios.

La barbacana le extrajo múltiples historias de su pasado, y el corazón comenzó a latirle con pesadez. Se esforzó para no volver sobre sus pasos.

─ ¿Quién va? ─se oyó desde uno de los miradores.

¿Cuántas veces, ella misma, pronunció tal orden requerida? Ese lugar le perteneció alguna vez, eso es algo que lo sentía muy dentro suyo, y esa verdad, horadaba sus conclusiones. Hubo un tiempo donde fue su hogar, donde todo lo que lo rodeaba convergía con la sensación de una tierra en la cual echar raíces. Los perfumes cenicientos que vagaban por los aires le traían nostalgias de otras épocas, las viejas sombras amigas la saludaban acurrucadas sobre las enormes paredes, y las empalizadas, las almenas, el camino de ronda, cada habitáculo, cada sección del castillo, pronunciaba su nombre, nada le era indiferente, sin embargo, no aspiraba esa loable sensación de sentirse como en casa.


«Me he arrojado a las fauces hirvientes de la ansiedad, y si he de hacerlo en estos cruciales instantes, diré que la posibilidad de este incidente, me ha abierto las puertas para encontrar a mis hermanas…; porque, si de mí dependiera, dejaría que todos ellos pelearan su guerra, y entonces, al escuchar las trompetas anunciando la inevitable rencilla de los hombres: tomaría a mi hija, quien evita que yo muera de soledad e inanición emocional, y huiría lejos de estas tierras, con la oportunidad de una nueva vida en alguna otra parte ─sonrió resignada─. Pero heme aquí, solícita, acudiendo por voluntad propia.»

Su mente divagó en los peñascos cerca del mar donde cada mañana nadaba en sus corrientes. Levantó su rostro y exclamó.

─ ¡El general Lanking me envía con un urgente mensaje!

─ ¿Quién va mujer? –insistió el guardia.

─ ¡Soy Alyséth, estoy con un urgente aviso de parte del general ¡Y si no se dan prisa, echaré abajo el condenado portón!

Su voz sonó con una firmeza, única, como invocando órdenes en el pasado.

El silencio nunca fue más cortante para esos curtidos guardias. El espasmo sufrido en esos segundos previos, sacudió las mentes de los allí reunidos en el muro. El cuchicheo fue en aumento, hasta convertirse en un fuerte murmullo.

─ ¿Alyséth? ─se preguntaban unos.

─ ¿La comandante de mil? ─decían otros.

─ ¡Esto no puede ser! ─exclamaban algunos.

─ ¿Alyséth has dicho? ─preguntó uno de ellos

─ ¡Has oído bien soldado! ─respondió inquieta. Odiaba los interrogatorios acerca de su persona y con más razón, cuando el vacilar se apoderaba de algunos ─ ¡Traigo un mensaje del general Lanking!

─ ¡Aguarda! ─contestó el atalaya─ ¡De prisa, busquen al jefe de guardia! ─vociferó─ ¡Muévanse!

La muchacha, cubrió la espera con las remembranzas de sus hermanas.

«Como lo he pensado, quizá vale la pena intentarlo.»

Sus pensamientos se repartían entre esas valientes mujeres y su hijita. La intranquilidad cubrió su ansiedad. Nirman se revolvió agitado.

─ ¡Habla mujer! Dime, ¿quién eres? ─escuchó decir al cabo de un rato. Conocía el protocolo de vigilancia, y sabía que buscaban verificar.

─ ¡Soy Alyséth hija de Demixis! ¡Y por el sonido de tu voz, eres Khamiel hereje usurpador de paños y jovencitas presumidas, bruto pretencioso!

El grito de alborozo no fue más inoportuno a esas horas de la noche. La noticia se regó por todo el castillo. Los pasos y las voces de sorpresa se extendieron por todas partes. Un alarido de exultación estalló a lo largo de las gruesas murallas.

El portón se abrió y el grupo reunido, ovacionó con vítores a la sorprendida joven.

¡Brisa Roja! ¡Brisa Roja! ¡Brisa Roja!

La hurra despertó a casi todos en el reino. La ocasión llegó hasta los mismos reyes, quienes ya corrían presurosos por los pasillos.

─ ¿Quién me habría de creer? ─dijo con voz entrecortada la reina Kanthya al enterarse de la noticia─. Mi princesa está de regreso, mi amada niña.

Alyséth no sonrió ante la aclamación de los congregados en el interior del castillo, se sentía incomoda. Su presencia, la misma que inspiraba a muchos en un campo de batalla no había cambiado. Alguien que no la conocía preguntó

─ ¿Por qué la llaman Brisa Roja?

─Es lo último que percibes cuando ella se acerca, mientras ves como tu sangre se dispersa por los aires.


La acusada por el infame instigador, regresó con valor a enfrentar a sus captores, ¿dónde estaban ahora todos ellos? La oscuridad se convirtió en claridad a la luz de la luna. Quienes la acecharon, ya no estaban presente. Trémula, y sin dar tregua. La mentira rompía sus vestiduras, admitiendo su culpabilidad delante de la verdad. Los argumentos fueron invalidados. Las acusaciones han sido negadas, y la justicia habló por ella. El tiempo dio la razón, y el engaño no pudo pagar sus deudas.

En lo alto brillaba la luna, testigo mudo de las incontables acciones a escondidas.

¿Dónde están ahora los que tramaron contra ti? Aquellos lobos que buscaron destrozar el aura de tu intrepidez y honesta relación con tu destino de guerra. ¿Dónde se encuentran en estos momentos?

¡Han escapado, huido con la sombra de sus falsos juicios! No han podido interpelar la herencia a la cual perteneces. ¡Sí!, ellos han tropezado y han caído víctimas del ultraje desmedido que los sentenció a callar; borrando para siempre, sus nombres de la promesa de vivir por largos años en la impunidad de sus acciones. Quitados fueron sus dictámenes, y silenciadas fueron sus voces. En las frías montañas los hallarás, en el congelado destierro de sus almas pecaminosas, aullando de hambre y de sed, porque la sentencia ha sido feroz sobre ellos, y la culpa los ha ahorcado, ciñendo sobre sus gargantas, la aciaga decisión de perecer en el olvido como criminales en el exilio moribundo de sus vidas.


En el salón real, la recién llegada exponía las razones.

─Mi niña –dijo Kanthya, entre lágrimas.

─Alyséth –pronunció quedamente el rey Mordent, ante la digna guerrera de campos ajenos. La amazona, se acercó e hizo una reverencia. Al siguiente, con una mirada que empalideció la imagen del soberano, entregó los papeles.

─Por favor, ven a comer algo, de seguro estarás cansada.

─Solo pasaré a asearme, y luego me quedaré en las cabellerizas si a su majestad no le importa. Allí atenderé mi caballo, y procuraré descansar junto a él.

La reina se opuso persistente, pero debió ceder frente a la renuencia de la recién llegada.

Una hora más tarde, con el fresco sereno humedeciendo el entorno, la muchacha se encaminaba hacia las caballerizas. Contemplativa, con pasos sobrios y seguros, cruzó el patio principal entre la azorada multitud que se había reunido para recibirla, al compás de las lámparas de aceite y las antorchas que chisporroteaban azotadas por las ligeras corrientes nocturnas. Los cálidos mensajes de bienvenida, y el agrado de que esté una vez más con ellos, la obligaron a sonreír en señal de agradecimiento.


En el cobertizo, encontró un lugar donde pasar la noche. Extendió su manto sobre la entrada, para alejar a los curiosos, dado que siempre habría uno que otro husmeando donde no le correspondía. Se despojó de su armadura, dejando tan solo su cota de malla, cofia, los brazaletes y su túnica. Y después de ocuparse de su cabalgadura, bebió un poco de agua con miel, comió algunas frutas y se desplomó sobre el heno a un lado de Nirman.

─Descansemos muchacho ─dijo, estirando sus brazos seguido de un prolongado bostezo─. Estoy agotada…; duerme bien hija mía, que en tus sueños he de ir a verte para que juguemos en los prados de tu bella inocencia. Mi lucha comienza, y no hay rencor, no guardo represalias para mis acusadores, solo la calma, y la paz de mis acciones junto a la buena fortuna de poder encontrar a mis hermanas de nuevo. ¿Será este acaso el propósito detrás de todo esto? Descansa Anny, duerme con mil besos de mi parte querida hija mía, porque pronto he de estar contigo, contigo y mis hermanas.

Reclinó la cabeza con la esperanza arrebujada en las mantas. Esa noche, soñó con sus amigas y con su bebé. Con matorrales, angostos riachuelos y estrechos barrancos. Con su hogar, y sus amadas piedras de colores. No hubo pesadillas. Solo el sosiego de una afable espera.


La crueldad no tiene límites, la piedad y la justicia tampoco. La pureza del alma lucha contra la fatiga de la barbarie humana. La serpiente anida en los corazones menos bondadosos y con locura en las mentes ambiciosas sedientas de poder.


Afuera, los rumores con respecto a su arribo se extendieron hacia todas partes. Los guardias excitados ante su excapitana, hablaban acerca de los hechos actuales.

Las fogatas ardían entre chispas y vaivenes con fogonazos, elevando sus turbulentas flamas hacia el cielo techado de estrellas. No hay círculos alrededor del fuego. Los soldados, reunidos en grupos de dos, tres, y cuatro, interpretaban los eventos recientes, extrayendo de sus memorias las anécdotas del pasado: las viejas batallas, los encuentros con enemigos, la derrota y la victoria, la inesperada emboscada encubierta, y la traición hacia las leales mujeres soldados. El exilio, esa agria separación dolorosa, aguda e insondable. La desventurada amistad, quebrada como ave de alas rotas, imposibilitada de volar, de crecer, de coexistir. Como un naufragio herido zarandeándose en medio de una tormenta, sin concepto ni forma, aliado al significado incompleto de una pena sin nombre, y en el más profundo dolor que las separó.

Ignorante de todo, Alyséth dormía en la placidez de un buen descanso. A su lado, Nirman hociqueaba un balde de madera con agua. Resopló y bebió de él.

No muy lejos de ahí, la reina recostada sobre la pared, veía a través de la ventana en dirección de la caballeriza. Su mente se encontraba en blanco, sin pensamientos. Emitió un largo suspiro y tras contemplar la luna, fue hasta su lecho. Se ubicó en el borde de la cama, escondió su rostro entre sus manos y lloró.

Arriba, en la espesa negrura, un ave nocturna chilló, algunas viejas todavía despiertas, gesticularon con sus manos y se santiguaron. Gruesos nubarrones se acercaban, ocultando la luna, separándola de ellos, de sus historias y romances. Oculta, impávida frente al hombre y la mujer. Compañera fiel de los tristes momentos, también de los buenos, aquellos pocos, pero esenciales para mantener viva una promesa y la esperanza de saber que hay un mañana, que existe una oportunidad, que la vida no siempre se trata de monstruos y forajidos, y que, más allá del dolor y la amargura, la codicia o la insipidez de un maltrato, habita un porvenir de felicidad.

Así era la luna, de momentos, como una vieja comadrona a la que le gustaban los chismes a escondidas, y otras tantas, como una vasija que contenía lágrimas inocentes, sin culpa. Una consejera muda y una ciega amante, una guardiana de los secretos, de los que se enamoraban a escondidas, bajo los velos de sus edades, a consumar el amor, a deleitarse en el placer del deseo y la seducción, en el delirio de sus gritos amorosos.

A lo lejos, una tormenta se aproximaba. Una tempestad en el borde del tiempo. Horadando la certidumbre de los mortales, con bancos de niebla, que incapacitaban a la vista para ver con claridad.

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